—¡Oh,
no! no te preocupes. A William lo nombraron
director de la orquesta sinfónica de Bart. En ella —dijo señalando la
carta que había dejado en la fuente que adornaba la mesa—, le pide a mí madre
que me deje ir con él. Que en Inglaterra podré seguir mis estudios de canto. Y
que él se hará cargo de todo.
Le
contó que ella era una buena soprano —Él le dijo que la había oído cantar
mientras se acercaba a la casa cuando repartía el correo, y que lo hacía muy
bien—. Ella entusiasmada movió su pequeño pero ágil cuerpo como si la fuerza de
la esperanza pudiera realmente mover montañas. Sus negros y brillantes ojos
miraban hacia una lejanía que el chico no podía ver. Le explicó que de noche
subían con su hermano a la terraza a mirar el cielo. Lo echaba de menos. Hacían
carreras para saber quién de los dos identificaba antes el objeto luminoso en
el mapa del cielo de su padre. Le explicó también, que su padre les había
enseñado aritmética, astronomía, música y muchas otras disciplinas. Y que
cuando se murió siguió aprendiendo al lado de su hermano.
—Esta
noche precisamente me la he pasado… —interrumpió su alegato al darse cuenta que
el chico pelirrojo, apurado, se miraba el reloj que había al lado de la
alacena. El entusiasmo no le había dejado ver que estaba hablando con el
cartero. Y que no podía comprenderla. Se disculpó, le dijo que debía tener
prisa y lo acompañó a la puerta.
Dos
horas más tarde, cuando Caroline oyó la puerta de la calle cerró el libro, lo
devolvió a la biblioteca de su padre y bajó corriendo las escaleras. Esa fragancia
inconfundible precedió a su madre. La encontró ya sentada en la mesa de la
cocina, y abriendo la correspondencia. El corazón le dio un brinco y contuvo la
respiración.
—Hola,
madre —saludó—. Hay carta de William —le
dijo de pie, con la cabeza alta y las manos cruzadas en el rechazo.
—Bien, vamos a ver que nos cuenta tu hermano.
La
madre se colocó los anteojos en la punta de la nariz y se alejó el sobre
calculando la distancia idónea para poder leer. Lo abrió despacio. Caroline
hubiera tenido que ir antes al baño y liberar su vejiga. La impaciencia y el
apretón eran de tal calibre que cruzó la pierna, y a moverlas de forma inusual.
—¡Estate
quieta Caroline! —le dijo con sequedad.
—Es
que me estoy meando. Pero quiero saber que nuevas nos trae William.
—Pues
ve primero al baño. Te espero.
Caroline
salió corriendo al patio. Entró en la caseta del inodoro, orinó y echó el agua
del cubo preparado para tal función. No lo llenó, ya lo haría luego. Y volvió
corriendo a la cocina. Sin embargo, su madre ya había guardado la carta en el
sobre.
—¡Me
dijo que esperaría! —dijo frunciendo el ceño sorprendida—. Pero dígame, ¿que
cuenta William?
—Nada
de importancia. Lo de siempre. El éxito indiscutible que tiene la orquesta.
Cuantos conciertos ha dado. Que de aquí tres meses vendrán a dar un concierto
en Alemania, en Dortmund concretamente. Que ha conocido a una chica, que no nos
da su nombre todavía.
—¿Ningún
recado para mí? —pregunto sorprendida.
—Pues
no, Caroline —contestó segura mientras abría otro sobre.
A
Caroline se le fue haciendo una bola en la garganta. Notaba como las lágrimas
se iban acumulando en sus ojos y como el estómago se retorcía removiendo los
jugos. Subió de tres en tres las escaleras hasta la terraza y vomitó en un
rincón apoyada en la barandilla. Se echó al suelo, sin importarle la
suciedad, con los brazos abiertos. Entregada a ese cielo que tantos
misterios escondía y que tanto amaba. Luego se replegó en una bola y lloró,
lloró hasta que oscureció. ¿Cómo podía ser? Su hermano no le mentiría. Le
prometió en su última carta que se lo pediría. Que asumiría todos los gastos de
manutención y estudios. Su madre no podría negarse. No comprendía. ¿Qué había
pasado? Luego cayó en la cuenta de que no había podido leer la carta. ¿Y si su
madre le había mentido? Y ¿si no quería que se fuera con William? Pero... ¿por
qué? ¿qué sentido tenía?
Encontró a
su madre en su habitación delante el tocador peinando su cabellera oscura.
—Disculpe
madre, pero no es posible que William no le escribiera hablando de mí. Tenemos
proyectos —increpó a su madre con el coraje que da el sentirse traicionado—.
Quiero leer la carta —exigió con el mentón el alto y la mirada furiosa.
—¿Como te
atreves a hablarme con ese tono? —reaccionó la madre levantándose con la mano
abierta dispuesta a darle una bofetada.
—Porque no la
creo madre —le dijo mientras se apartaba para esquivar el sopapo.
—¿Que vas a
hacer allí sola? ¡Mírate al espejo! ¿Quién va a querer casarse contigo? —gritó
enfurecida mientras se ataba demasiado el cinturón de la bata, y la barriga se
le hinchaba como un globo.
—Lo sé, pero no
me importa —dijo con lágrimas en los ojos —. Padre me dijo que podría llegar
donde quisiera si adquiría los conocimientos suficientes. Que me abriría
puertas. Y me ilustró como a mis hermanos a escondidas.
Caroline
se sorprendió de su atrevimiento. Nunca le había hablado a su madre de su
padre.
— ¡Eres una
mujer, y como tal no necesitas de estudios! —expuso torciendo la boca —. Tu
padre era un pobre iluso.
—¡Los libros y
la música son mi vida! —gritó dando una patada en el suelo que resonó en toda
la casa.
—¡Infeliz!
¿Que no lo ves? Para el mundo eres un ser deforme e impuro. Lo mejor que
puedes hacer es ocuparte de los trabajos del hogar. Así, al menos te sentirás
útil.
—Pues déjeme que
me cuide de la casa de William, por favor —suplicó temblando.
—No es posible,
te necesito aquí —sentenció—. No vas, y punto. Y ahora ¡Desaparece de mí vista!
Continua en III fin
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