Se deja caer con decisión en la silla colocándose centrado, con la espalda recta, las piernas a noventa grados, y con un saltito se impulsa hacia delante acercándose al ordenador. Presiona el botón de encendido y exhala un suspiro que se oye en toda la casa; mira el reloj. Las diez de la mañana, es temprano. Contempla absorto la pantalla mientras se abren las aplicaciones una tras otra; escribe la contraseña “ cajaroja” y clickea sobre el icono del explorer; no se conecta; le da otra vez, pero nada; una tercera, tampoco. ¡No, otra vez no por favor! Se levanta y se dirige al estante donde tiene el router, esa especie de bicho plano con antenas que va por libre; apaga el interruptor cuenta hasta diez y lo enciende; las lucecitas verdes bailan alternativamente hasta que, lo sabe, se estabilizan. El pequeño abanico indicando la calidad de la conexión se ilumina. Ahora sí brota desde las profundidades de internet el omnisciente Google ofreciéndole el mundo entero. Todo es posibl
Aprendiendo a narrar historias inspiradas en la ciencia y en sus protagonistas. Adicta a los libros y a los de divulgación en especial. Editora en @hypatiacafe