No imaginé que Ada pudiera ser especial; de hecho, cuando me propusieron ser su profesor de
matemáticas, me imaginé que iba a encontrarme con otra petulante criatura de la
élite, y me alegré de que no fuera así.
Mi amigo John fue el que me comunicó que
en la mansión Bifrons estaban buscando un profesor, y
me advirtió que debía ir con cuidado con la
madre si quería conservar el trabajo. Que poseía el control absoluto de la vida
de su hija, y que incluso si percibía que se
encariñaba con alguna asistenta, con un profesor o hasta el médico, los
despedía sin importarle las consecuencias para su hija, argumentando que había
tomado tan difícil decisión para protegerla. Exigía como condición “sine qua
non” que no se le contara a la chica quién era su padre, y bajo ningún concepto podía
entrar en la casa un solo libro de poesía, algo que me sorprendió siendo ella
una buena escritora de tan elaborado arte. Me parecieron unas normas crueles y
estúpidas pero que no tendría ningún problema en cumplir, ya que necesitaba
el trabajo;
pero en cuanto vi a Ada comprendí que no me
sería fácil acatarlas.
Cuando entré la primera vez
en su habitación me dio la sensación de estar en una enorme celda decorada con
un lujo exquisito. Ojos grandes en un rostro de líneas finas y simétricas, de piel perfecta. Muy
joven, pero ya sin poder esconder su sensualidad. Estaba sentada en el sillón más próximo a la mesa que usaríamos para dar las lecciones. Las muletas de pie, apoyadas en el respaldo, llamaron mi atención de
inmediato, y su visión me produjo tal pesar que obstruyó mi garganta y tuve que
carraspear.
-Bienvenido profesor, encantada de
conocerle. Me comunicaron que hoy empezarían las lecciones de aritmética y
estoy impaciente por empezar -dijo, acompañando el saludo con una de
esas sonrisas del que sabe que la posee bonita.
-Buenas días, señorita Ada. Yo
también estoy contento de empezar, además me han dicho que es usted una buena
estudiante. -Y devolviendo
la sonrisa, le pregunté-: ¿Cómo
está?
-Sentada, ya ve... -dijo con sorna, señalando sus piernas
extremadamente delgadas.
Me costó mucho no bajar la vista para esconder la vergüenza que
sentía; no había sido la pregunta más apropiada.
-No se apure, estoy mucho mejor.
Llevo tres años sin poder, prácticamente, andar. Al principio de la enfermedad,
perdí la vista, que recuperé pronto, y no podía moverme. Así que desplazarse
con muletas por esta habitación es estar bastante bien.
Aquel día demostró más sabiduría que muchos adultos que conozco.
A veces, cuando terminamos la jornada de estudio nos relajamos hablando de
cosas triviales y ella me pregunta por lo que ocurre en la ciudad, por los
últimos cotilleos. Y es entonces cuando me supone un problema tener que
ocultarle la identidad de su padre. Me enteré, por fuentes totalmente fiables
que no vienen al caso, que el hombre que es su padre nunca ha renunciado a
ejercer como tal, pero que lady Annabella no se
lo permite; no quiere que se acerque a su hija bajo ningún pretexto. Cada día que pasa más duro es mi debate interior, ya que
mientras me repito que no puedo decírselo, que la madre tiene ojos y oídos en
todas partes, tengo la absoluta certeza que terminaré por contárselo.
En otra ocasión me sorprendieron unos dibujos de anatomía sobre
aves que tenía sobre la
mesa, junto un montón de cálculos geométricos y unos
bocetos para los que parecía una estructura de madera que se asemejaba a unas
alas.
-¿Qué es eso?
-Pues lo que parecen, alas, para
poder volar. Un día se podrán fabricar máquinas que nos permitirán volar, y no puedo esperar a que alguien
las invente. Lo estoy haciendo yo -dijo guiñándome uno de sus
preciosos ojos verdes-. Para eso
necesito aprender todas las matemáticas que sabe usted, profesor. Nunca fui tan
feliz -siguió -, como el año en que estuve viajando con mi madre por toda Europa, y sueño con poder
volar por los cielos del mundo entero. Así que ¡empecemos, no hay tiempo que
perder!
El entusiasmo iluminó con tanto brillo su expresión que despertó a
la mariposa que dormitaba en mis entrañas desde hacía mucho, y a partir de
entonces siempre revolotea cuando estoy cerca de ella.
Este fragmento está inspirado en la
vida de Ada Lovelace que fue la primera en idear un algoritmo, además de ser la
única hija legítima de lord Byron.
Si queréis descubrir a esta
especial mujer: https://es.wikipedia.org/wiki/Ada_Lovelace
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