No
recuerdo donde vi el documental, ni tan siquiera recuerdo si era un documental. En él se instaba a personas de edad avanzada a orientar a las futuras
generaciones. La mayoría dijo que el secreto era estar más tiempo con la
familia y amigos, trabajar menos y disfrutar de la vida, no dejarse nada por
hacer o ser fiel a tus principios; en fin, a lo que aspiramos la mayoría.
Sin
embargo, hubo una anciana menuda de pelo color plata que con sonrisa ingenua
sugirió:
—No
escuches a nadie, porque en verdad nadie sabe de lo que realmente habla. Nadie
de nadie. ¿Entiendes? —cuestionó mirando la cámara por encima de sus gafas
diminutas—. Y tampoco creas lo que yo te estoy diciendo ahora.
¡Mira
con la abuelita!, pensé. Pero luego, me anegó entera la angustia. La
sensación de estar flotando en gravedad cero sin control, sin nada donde poder
asirme. ¿Y si tiene razón y nadie sabe de lo que habla? ¿Cómo puedo saber si lo
que sé yo es lo correcto? La duda, en mayúsculas, se había apoderado de mí. No
podía dejar de preguntarme cómo sabía todo lo que creía saber con tanta
certeza. La posibilidad de estar equivocada era aterradora.
Y
quise comprender para alejar de mí la angustia de la duda. Leí, leí mucho.
Aprendí lo qué eran los sesgos cognitivos y las falacias; me sorprendió lo
ineficaces que son nuestros sentidos teniendo en cuenta que son ellos los qué
nos proporcionan la información del mundo qué nos rodea.
Ya
no sólo dudaba de mis congéneres, sino de mí misma. Resulta qué éramos monos
sin pelo, evolucionados a base de dar palos de ciego. Pura contingencia. Con un
cerebro eficaz para sobrevivir en cualquier circunstancia, pero al qué no le
importa llegar a conclusiones erróneas si ello le da ventaja sobre un
competidor o para sobrevivir al ataque de una fiera. Repito, a nuestro cerebro
no le interesa la verdad o si un razonamiento es correcto o no, su prioridad es
sobrevivir.
¿Cómo
había podido creer en eso o aquello durante tanto tiempo? La
incertidumbre tomó proporciones gigantescas. Soy una criatura humana y como tal
no puedo vivir en la duda constante y enfermé. Sin embargo, ya no había vuelta
atrás. Como en los thrillers, sabía demasiado. Podéis reíros.
Dejé
de creer en las capacidades de la especie homo sapiens. En nuestros sentidos y
en nuestra razón. En lo que veo, percibo, pienso, creo entender e intuyo.
La
abuela de pelo plateado no había sido la primera en dudar de sí misma. Durante
el transcurso de la historia siempre han existido hombres y mujeres qué
sintieron la necesidad de saber cómo funciona realmente la naturaleza y fueron
capaces de dudar de sus creencias ancestrales. Las pusieron una a una bajo el
foco de la experimentación. Fueron descartando las incorrectas y aceptaron las
que pudieron constatar cómo veraces, aunque contradijera su pálpito más íntimo.
Esos hombres y mujeres debieron sufrir terror ante tanta incertidumbre y me
sentí acompañada.
Por
ello creo ahora en una especie de maquinaria de comprobar, un verificador externo
qué comprueba por mí, de manera sistemática, qué lo qué creo está sustentado en
algo y qué no es simplemente la imaginación jugando conmigo. Este comprobador se
llama ciencia.
La
grandeza del método científico, con todas sus variantes qué empezó a
desarrollarse a partir del 1600 de manera más formal, es idear una especie de
red en la que los científicos se vigilan unos a otros.
Primero es la intuición luego se concibe
una teoría que pueda ser falsable y se elabora un experimento para poder
demostrarla. Una vez los resultados concuerdan con la teoría se hace público
para que cualquiera y principalmente los colegas accedan a los datos y puedan también
ellos verificar o refutar. Es una eficaz estrategia para asegurarse qué el
hombre qué hay en el científico no ha caído en alguno de los miles de
espejismos qué embaucan a nuestro cerebro.
Repito,
soy humana, así que en mí día a día sigo creyendo en muchas cosas, en pálpitos
e intuiciones qué no puedo demostrar. Tengo un montón de hipótesis, fantasías
no sustentadas y me dejo llevar por ellas con frecuencia. Es imposible
comprobarlo todo individualmente, lo sé, pero de vez en cuando me retiro y
quiero saber. Quiero conocer cómo funciona realmente lo que me rodea. Entonces
leo sobre ciencia, me informo. Intento tener la suficiente humildad como para
decirme qué no tengo ni idea de nada. Que no sé nada de nada y dejo qué las
ideas allí expuestas moldeen nuevas sinapsis en mí mente. Siempre con la duda
de fondo.
A
lo máximo qué podemos aspirar los humanos es a idear modelos que nos permitan
comprender qué hay causas y efectos, que esto encaja con esto y eso con
aquello.
Por
ejemplo, sabemos con exactitud cuántos litros de combustible necesita un avión
para ir de Barcelona a Yakarta y el tiempo qué se necesita para llegar. Si el
avión no llega porqué se le terminó el combustible podremos saber el motivo ya
que conocemos la concatenación de causas qué subyacen a todo ello. Sin embargo,
la ciencia no puede responder a las grandes preguntas.
Huyo
de los qué aseveran cualquier creencia, de los qué no dudan de sí mismos. De
dogmas, ideologías y charlatanes. Sueño en qué un lejano día o tal vez no tan
lejano, todo pueda pasarse por el tamiz de la ciencia para expulsar el ruido
distorsionador. Política, sociología, economía, psicología, disciplinas
complejas, como todo lo que concierne a lo humano, de las que desconocemos todo
el entramado de sus nodos.
Quiero
pensar que el primer detonante que puso en marcha la ciencia fue la duda. Cuestionarse
que tal vez nuestros ancestros podían estar equivocados sobre muchos asuntos.
La ciencia no es un saco lleno de verdades, leyes o certezas inamovibles como en
la religión o la política. Por el contrario, está llena de dudas y esa es su
grandeza. No para, se transforma, cambia a medida que avanza, evoluciona. Sabe
que una teoría cualquiera puede ser incompleta o incluso incorrecta, aunque no
nos lo parezca. Pasado el tiempo, tal vez surja una nueva técnica qué facilite
escudriñar más a fondo las entrañas de la cuestión y ver lo lejos qué estábamos
de la verdad. Lo lejos qué estamos. Como la gravedad que nos está costando
mucho comprender; va de Newton a Einstein hasta la actual e incansable
búsqueda del escurridizo gravitón.
Como
decía Stephen Hawking, solo somos una raza avanzada de monos en un planeta
menor de una estrella promedio. Pero aspiramos a entender el universo y es
posible que seamos capaces de hacerlo. Eso nos hace especiales.
Todo
ello me agita, me entusiasma y despierta mí imaginación. Sueño con un hermoso
futuro. Estoy sesgada, lo sé, pero no me importa.
Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe sobre #PVdudas
Interesantísimo relato en el que encuentro, muy bien explicado, muchas reflexiones personales. Con la duda "sincera" creo que podemos avanzar. Ánimos para seguir comunicando: dudas.
ResponderEliminarMuchas gracias, Montse!
Eliminar