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El secreto de Valentina


Había que aguantar unos días más, solo unos días. Se repetía Valentina. Estaba todo organizado y a punto. Si todo salía bien, como debía ser, se sentiría la mujer más afortunada de la Unión Soviética. Y sin duda habrá valido la pena asumir el riesgo.
             De camino a la casa familiar Valentina hizo una parada en el economato donde cada quince días se podía adquirir ternera. Llevaba dos años contándole una patraña a su madre y quería cocinar algo especial para ella ese fin de semana.  
             Mientras sujetaba con el brazo izquierdo la compra, introdujo la llave en la cerradura de la puerta y la abrió apoyándose en ella de espaldas.
              —¡Madre! ¡Soy yo! —gritó cerrando la puerta con un fuerte puntapié que hizo vibrar los cristales de las ventanas.
              Nadie respondió.
              —¿¡Madre!?
              La casa estaba vacía. Valentina se sacó las botas, se dobló las perneras de los pantalones hacia arriba y fue descalza directa a la cocina, dejó la carne encima de mármol y se volvió al recibidor. Se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero de pie. A su lado colocó el gorro de astracán que dejó libre su grueso cabello oscuro que le gustaba llevar a lo chico. Luego se puso las zapatillas que su madre guardaba en hilera junto a las de sus hermanos, aunque ya ninguno viviera con ella.
             En la pared de la entrada había colgadas las pocas fotografías que poseía su madre de cuando ella era niña.  Valentina se las miró como si no las hubiera visto nunca. Quería almacenarlas en la memoria. Allí arriba estaría totalmente sola.
             Las fotos estaban colocadas en círculo como formando una flor. En el centro estaba la única que se había conservado de su padre.  El hombre estaba de pie al lado de uno de los grandes tractores que conducía antes de la guerra.  Valentina recorrió el perfil con el dedo índice de aquel hombre grande, fuerte y de gran mostacho que no llegó a conocer. Tenía dos años cuando murió en el frente finlandés durante la segunda guerra mundial. Para ella seguía siendo su héroe. Estaba segura de que se sentiría orgulloso.
            Encima de la del padre, la madre con los tíos maternos, y en otra con sus tres hijos.  A la izquierda de la del patriarca las fotografías de su hermano mayor, a la derecha las de su hermana pequeña y debajo las suyas: La más grande, con marco dorado, cuando pasó a formar parte del comité de las juventudes comunistas de la factoría de algodón. La más reciente, en su primer lanzamiento con paracaídas. Reconoció que sin su afición por volar no hubiera tenido ninguna posibilidad. Valentina sabía que todo, incluida ella misma, estaba al servicio del partido, pero así había de ser.
              Oyó los pasos cansados de su madre subiendo las escaleras, introducir la llave y abrir la puerta. Le dolía volver a mentirle, pero había que hacerlo.
              —Hola, Valentina —saludó —. ¿Mirando la fotografía de tu padre?
              —Hola, madre. Pues sí.  —afirmó dándole un sonoro beso en la mejilla—. ¿Sabes? —siguió— He conseguido carne de ternera para nosotras. Solo para ti y para mí. Ven, vamos a la cocina —sugirió mientras cogía de la mano a su madre y la arrastraba hacia dentro.
              —¿La cocinamos al estilo de la tía Olenka? —propuso— ¿Qué me dices, madre? —preguntó mientras le pasaba el brazo por detrás la espalda y le ofrecía una sonrisa traviesa.
             Las dos mujeres se pusieron manos a la obra. Abrieron la nevera y fueron esparciendo los ingredientes encima de la mesa de madera cubierta por un mantel de plástico con flores naranja que a Valentina siempre le pareció horrible.
             Se miró a su madre. Piel quemada por el frío. Profundas arrugas de pobreza y de pérdida. Pelo canoso recogido, pantalones de lana, blusa planchada y un grueso jersey de lana color beige. Una mujer de constitución fuerte, de duro rostro y mentón cuadrado. Valentina se parecía tanto a su madre que se preguntó si, a su edad y a pesar de lo vivido, brillaría como ella.
              Valentina se fijó en las manchas de humedad del techo de la cocina. Realmente a la casa entera le hacía falta una mano de pintura y se propuso hacerlo a su regreso. Le asaltó, punzante, el miedo y tembló sutilmente. ¿Volvería? Carraspeó... Se sacudió ese sentimiento repitiéndose que todo estaba bajo control. Si, pero ese traje enorme la asfixiaba y prácticamente no se podría mover allí dentro. Sin embargo, había que pensar que la adiestraron los mejores. Había entrenado fuerte. Y aunque los estudios le habían costado lo suyo, su instructor la había felicitado en varias ocasiones. Un día hasta le dijo que la veía tan preparada que no dudaba, ni por un instante, que delante un imprevisto, ella, sabría que hacer allí afuera.
              —Madre, nunca te he agradecido el esfuerzo que has hecho por darnos una vida digna a mí y mis hermanos —le dijo mirando a su madre a los ojos y acariciando su mejilla.
              —Cariño, no lo hubiera logrado sin tu ayuda, sin tu capacidad de trabajo —contestó cabizbaja pidiendo perdón por el destino que le había tocado a su hija de niña—. Te cuidabas de la casa y de tus hermanos cuando yo no estaba. Trabajaste de costurera y en la fábrica conmigo. Y, aun así, encontraste el tiempo para estudiar por correspondencia y graduarte.
             —Te quiero, madre. No lo olvides nunca —dijo Valentina abrazando a su madre.
             Cortaron, pelaron, hirvieron, rellenaron, rebozaron, mezclaron hasta conseguir la deliciosa ternera al estilo de la tía Olenka. El olor les pareció afrodisíaco. Se sentaron a la mesa del comedor abrieron una botella de vino, que Valentina no probó, y se chuparon los dedos con la carne a la Olenka. Todo ello aderezado con anécdotas familiares.
             —Recuerdas que recibí el rango militar honorario de teniente de las fuerzas aéreas soviéticas por mí afición al paracaidismo ¿verdad? —quíso saber Valentina — ¿y que llevo desde entonces dos años estudiando y entrenando fuerte?
              —Si, claro.
              —Pues la semana que viene me envían a una importante competición internacional —le dijo su última mentira—. Volaré muy alto, madre, como una gaviota.

Al cabo de un par de días, Elena, recibió una moderna televisión acompañada de una carta de su hija Valentina. Abrió el sobre que contenía una hoja escrita a mano y otro sobre cerrado. En el escrito le pedía que el domingo dieciséis de junio encendiera el aparato y que no se moviera en todo el día de delante el televisor. Luego al terminar el día podría abrir la otra carta, pero no antes.
             Tal como le había pedido su hija, ese domingo, Elena encendió el televisor. Se preparó un vaso de vodka con hielo, reminiscencia de días duros. Dispuesta a esperar a que pasara el día para poder abrir la segunda carta de su hija. En la televisión se retransmitía el lanzamiento de una cápsula tripulada al espacio exterior, la Vostok 6. A Elena no le extrañó, conocía la afición por la carrera espacial de su hija, pero ¿pedirle que estuviera pendiente de ello todo el día?
               Mientras pensaba en ello. El periodista que retransmitía el acontecimiento gritó excitado que les estaba llegando el audio desde al Vostok 6. Y que se oía la voz alta y clara desde el espacio exterior del astronauta.
               —Aquí, Gaviota, aquí Gaviota… Veo en el horizonte una raya azul, una hermosa banda: es la Tierra… ¡Que hermosa! Todo va bien.
                Era la voz de su hija Valentina.


El 16 de junio de 1963, Valentina Tereshkova con veintiséis años, se convirtió en la primera mujer astronauta. Tuvo que mentir a su madre durante los dos años que duró su instrucción. La misión, cuyo nombre en clave era “Gaviota”, fue considerada secreto de estado hasta el día del lanzamiento de la Vostok 6. que se transmitió en directo por televisión. La Vostok 6 sólo podía albergar a una persona sentada, sin posibilidad de moverse. Una caja de cerillas tripulada por Valentina dirección a lo desconocido.
             A mediados del siglo XX, Estados Unidos y la Unión Soviética estaban inmersos en una loca competición por ser los primeros en llegar al espacio. Los primeros éxitos fueron para la Unión Soviética. Primero con Sputnik 1, luego en 1957 lanzaron al espacio el primer ser vivo, la perra Laika Y en 1961 Yuri Gagarin fue el l primer hombre en salir al espacio. Después de aquello pusieron manos a la obra para enviar a la primera mujer y, de paso, demostrar la equidad de géneros del partido comunista y comprobar que las mujeres podían aguantar las mismas condiciones en el espacio que los hombres.
         Como no existían mujeres en las fuerzas armadas hicieron un casting. Se busco a una chica que pesara menos de 70 kilos, que midiera menos de 1.70 centímetros y entre 18 y 30 años y con facilidad por las alturas, así que decidieron buscar entre las paracaidistas. Valentina resultó perfecta, además de cumplir con lo anterior venía de familia humilde y la convirtieron en todo un símbolo del poderío del partido.
             El viaje duró 70 horas y 50 minutos. Durante ese tiempo dio 48 vueltas a la Tierra. Estar allí arriba en un espacio tan reducido, le provocó calambres que le causaron más de un contratiempo. Escribió un diario con todo lo que vivió en la nave e hizo muchas fotografías.  Las fotos sirvieron para descubrir los aerosoles atmosféricos. Logró aterrizar con paracaídas sin problema. Nunca volvió al espacio como era su deseo, pero se graduó en Ingeniería cosmonáutica y fue profesora de futuros astronautas.

Este cuento participa en la iniciativa de @hypatiacafe del mes de marzo 2019, sobre el tema #PVCosmos  Me he basado  en la vida de Valentina Tereshkova  #PVefeméride



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