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El autor del programa de televisión

Soy técnico especializado en lentes ópticas para telescopios. Era yo muy joven, y el programa de televisión ya había agitado de tal forma mi pensamiento que conocer a su autor acabó por provocar un giro en mi vida.
          Por aquel entonces me ganaba la vida como mozo de equipajes en la Union Station de Washington, y recuerdo empezar ese día con una breve conversación con Emily en los vestuarios de los empleados.
          —Tienes mal aspecto, no parece que hayas descansado —se interesó Emily mientras sacaba del armario sus utensilios de limpieza con desgana.
          —Solo he dormido cinco horas —contesté.
          —Ese programa de televisión te está absorbiendo los sesos —sentenció y me miró por encima de unas gafas que, con solo una varilla, hacían equilibrios sobre su gran nariz.
          —La noche tiene muchas cosas estimulantes—. Le sonreí guiñándole un ojo a la mujer. Cerré con llave mi taquilla y me alejé arrastrando el carro de los equipajes para empezar mi jornada laboral.
          —¡Sera mejor que bajes de las estrellas y pongas los pies en la tierra, chico! —gritó de lejos Emily.
      Siempre suspiraba con fastidio al tener que adentrarme en el caos de la enorme estación central, con el fin de localizar a alguien que necesitara mis servicios. Era como introducirse en el paisaje durante la batalla: El chirriar metálico del roce de los vagones; el insistente altavoz anunciando horarios y andenes. Un continuo murmullo de avispero acompañado, de vez en cuando, por una oleada de olor a sudor; colillas humeando en ceniceros, periódicos viejos tirados en de la sala de espera; maletas abandonadas, botellas vacías, envoltorios de chocolate arrugados… Y mucha, mucha gente en movimiento continuo.
          Cuando necesitaba un respiro contemplaba el techo de la estación, las molduras que lo decoraban emulaban a un cielo estrellado, a ese cielo que estaba empezando a descubrir gracias al programa. Me sorprendía el contraste de la enajenación de mi entorno con el orden que reinaba allí arriba, en ese universo que había ignorado hasta hacía poco, y al que pertenecíamos todos.
          En uno de esos ensimismamientos fue cuando lo vi, intentaba ayudar a bajarse del vagón a un niño de corta edad. Un niño mofletudo, que no grueso, debajo una gorra de béisbol en la que reconocí enseguida dibujada la cápsula Sputnik. El chaval, distraído, colocó el pie en el hueco entre el coche y el andén. Asustado, se sujetó con fuerza a su padre. Este, le habló con dulzura mientras le levantaba la pernera del pantalón y le frotaba con suavidad un pequeño moratón en la pierna. Una vez terminó de hablarle le sacó la gorra, lo despeinó y luego lo besó con ternura.
          ¡Era él, el de la televisión! Un hombre apuesto, con las sienes canas, alto y elegante. Me sorprendió que no llevara gafas. Tragué saliva, me enderecé, coloqué recta mi visera, planché el uniforme con un enérgico golpe de mano, y me dirigí hacia él.
          —Hola, ¿puedo ayudarle señor? —pregunté.
          —Pues sí, gracias —dijo el hombre. Su voz me era tan familiar que no pude evitar sonrreir. Lo ayudé a bajar dos grandes maletas y las coloqué en el carro. Me dijo que necesitaría un taxi, y nos dirigimos a la parada sin prisa.
          Se dirigió al niño que llevaba cogido de la mano y al que llamó Nick. Le preguntó si estaba bien, y el niño le respondió que sí, cabizbajo.
          —¿Qué te parece si vamos hoy al Smithsonian National Air and Space Museum en lugar de mañana? —sugirió—. A mí me hace mucha ilusión, ¿y a ti?
           —¡Si, vayamos padre! —respondió con el rostro iluminado Nick—. ¿Nos subiremos a una nave espacial?
          —No creo que nos lo permitan. Imagina que todos pudiéramos subir en ellas, las estropearíamos. Sin embargo, haremos lo posible para que hagan una excepción con nosotros. ¿Qué te parece?
          Nick empezó a dar saltos de alegría sin soltarse de la mano de su padre, que perdió el equilibro. El padre se río a carcajadas y se dobló para abrazarlo.
          —Podremos ver la reproducción de la nave Apolo 11 que llegó a la Luna cuando tu solo tenías un añito —le dijo.
          Por un momento me pareció que él también se pondría a dar saltos y envidié el hechizo que los estaba poseyendo. Entonces me invadió, por primera vez, la certeza de que a mí también me había hechizado, hacía ya tiempo, esa emoción, esa magia.
          —Cuando sea mayor viajaré por el cosmos. El padre de Nemo dice que los extraterrestres existen y quiero conocer alguno —sentenció Nick.
          —Bueno, el padre de tu amigo no tendría que decir que existen los extraterrestres, porque no hay ninguna evidencia de que haya alguno—puntualizó el padre—. En el universo hay muchas estrellas como nuestro sol y muchos planetas parecidos al nuestro, y es muy probable que haya vida en muchos de ellos. Sin embargo, de momento, no la hemos encontrado. Tú podrías ser el primero, solo es cuestión de aprender todo lo que se ha hecho hasta el momento para hallarla, y luego crear tu propio método de búsqueda.
          No solo el niño se lo miró con la boca entreabierta, también yo lo escuchaba tan embelesado que se me enrredaron los pies, y tropecé. El hombre se giró con rapidez, me sujetó por el brazo e impidió que cayera. Cruzamos la mirada, y me sorprendió que la suya fuera tan cordial.
          Los tres nos reímos con ganas durante un buen rato de mi torpeza hasta llegar a la parada. Coloqué sus dos maletas en el taxi y me dispuse a irme, no sin antes decirle que me gustaba mucho su programa “Cosmos”. Él me dio las gracias y cogió su cartera del bolsillo interno de su chaqueta con la intención de pagar mis servicios.
          —No, señor —le dije colocando mi mano sobre la suya para impedirle que abriera su billetero—.Guarde su dinero, señor Sagan. Usted ya me ha dado el universo.
          Al día siguiente me matriculé en un instituto cerca de casa para terminar los estudios que había abandonado.

Participo con este relato,como #polivulgador , en la iniciativa de @hypatiacafe para el mes de febrero sobre #PVCarlSagan.

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