Por el ventanal de la habitación entraba la luz atenuada del otoño. La cama estaba hecha y las sábanas limpias. Habían cambiado las flores del jarrón del escritorio. El aroma a jazmín me molestaba. Oí los pasos sobre la alfombra acercándose al otro lado de la puerta. Mi estómago se encogió. Agucé el oído. Sabía que había tomado una buena decisión, sin embargo, estaba asustada. Vi a mi hijo a punto de llorar, pero es un chico valiente y se contuvo.
—Mamá, me da miedo esa señora —me dijo mientras apretaba con todas sus fuerzas mi mano sin dejar de mirar hacia la entrada.
—No lo tengas, Edward. No te darás cuenta y ya estará hecho.
Edward palideció un poco. Me miró como si estuviera ido. Será rápido y luego podrás salir a jugar con tus amigos, le dije. Lo abracé y le besé la cabeza. Su aroma me colmó de ternura.
Los pasos de la mujer eran livianos y seguidos. Pienso que ha de ser anciana o que tiene un defecto en la marcha.
—Esa bruja te ha hechizado madre —dijo asustado mi hijo.
La mujer abrió la puerta sin llamar. Vestía como las mujeres de aquí, pero con tonos más oscuros. Predominaba la seda color vino, combinada con vaporosos blancos y dorados. Sus ojos eran pequeños y hundidos. Me saludó con un gesto. La conocía. Respiré aliviada. Llevaba una fuente de bronce con cáscaras de nuez vueltas hacia arriba. Una de ellas llena de una masa informe color ocre, casi amarilla. Jirones de ropa limpia, una infusión con un aroma desconocido y una aguja grande.
— Madre, por favor, dígale que se vaya.
* * * *
Constantinopla, primavera 1718
Queridísima, Frances.
En tu anterior carta me pedías que te contara cómo son estas gentes y sus costumbres. Y creo que la mejor forma de hacerlo es relatando mi primer día en un hammam para la élite de Constantinopla.
Hacía dos días de nuestra llegada, lo justo para organizar la casa y reponernos del viaje. No conocía la ciudad y decidí que era mejor ir en carruaje. Disponía de unas horas. Me vestí como las mujeres de aquí. Subí con agilidad a la calesa y di las instrucciones al cochero. Recuerdo que el caballo arrancó con tanta fuerza al son del látigo que me incrustó de golpe al respaldo del asiento. Me sentí ridícula.
La emoción que me embargaba me asustaba un poco. Iba a conocer ese oculto universo femenino de primera mano. Se dicen tantas cosas sobre él. Allí dentro iba a estar sola. Levanté el estor del carruaje para atisbar fuera. Y ya ese primer día, Constantinopla me pareció la ciudad más bonita del mundo. Las mezquitas, Gálata y el Bósforo con sus grandes barcos, son de una belleza difícil de superar. Y en las calles hay puestos de instrumentos de música que emiten sonidos que nunca he oído. Niños vestidos con harapos juegan detrás de los tenderetes, mientras mujeres alegres de palabra ágil intentan embaucar a incautos navegantes. Los mostradores de frutas son un estallido de colores. Y en cualquier esquina hay puestos de especias con fuertes aromas que embriagan. Las calles de esta ciudad contagian alegría.
Me he dejado llevar por el entusiasmo que siento por la antigua Constantinopla. Te sigo contando. Cuando llegué al pie del imponente edificio de bóvedas redondas aspiré profundamente, me arreglé con la mano mi gruesa cabellera, me coloqué el velo para pasar inadvertida y entré. Importante, hermanita. El velo les sirve a las mujeres de aquí para moverse con libertad sin ser vistas. Las turcas son más autónomas que nosotras, créeme. Viajan solas y no necesitan el permiso de sus maridos.
Una vez dentro del edificio me dirigí hacia la mujer de aspecto cansado de la entrada, le di una moneda como hacían las damas y la saludé en su idioma. Había aprendido algo de turco durante el viaje. Como bien sabes, desde que le asignaron la embajada a mi marido, deseaba sumergirme en esta cultura, que ya se me antojaba exquisita. Pues lo es. Exquisita quiero decir. La mujer de la entrada me dijo que los vestuarios estaban al entrar a la derecha. Pero no entré en ellos. Solo me saqué el velo.
Las cinco estancias por las que fui pasando estaban construidas de piedra y mármol, sin ventanas, y estaban perfumadas con esencia de rosas. Pronto noté que subía la temperatura y la humedad. La luz entraba por los grandes techos abovedados abiertos al exterior por multitud de pequeños agujeros en forma de estrella. Inmediatamente evoqué el firmamento en una noche despejada. Era precioso.
Trabajadas columnas sostenían las cúpulas que daban solidez a los espacios. Sofás de mármol recubiertos de cientos de cojines de vivos colores en los que predominaba el dorado y el rojo. Azulejos pintados con motivos geométricos en los bajos de las paredes. En la sala principal, el suelo, también de mármol, estaba muy caliente, y en los cuatro puntos cardinales había fuentes de agua fría para poder refrescarse con libertad y tolerar mejor el calor. El agua sobrante fluía por el suelo por canales pensados para ello. A ti que te cautiva la arquitectura y el refinamiento, te encantaría esto.
Los espacios estaban llenos de mujeres, todas desnudas con la naturalidad de la infancia. Unas mantenían conversaciones relajadamente, mientras que otras se aseaban o simplemente dejaban pasar el tiempo. Jugaban. Sus cuerpos me parecieron hermosos y las largas cabelleras trenzadas adornadas con piedras preciosas eran arte.
Yo seguía vestida, hecho que sin duda a las mujeres les debió de parecer una extravagancia, pero en ningún momento se rieron de mí o fueron impertinentes. Me recibieron con curiosidad y cortesía. Quedé impresionada por el refinamiento de sus maneras y su educación. Tú sabes que he tratado con la mayoría de las cortes europeas, y no conozco ninguna en la que sus damas se hubieran comportado tan amablemente con una extranjera que no cumpliera con los protocolos. Solo me aconsejaron que me sacara la ropa, que podía perder el conocimiento debido al calor. Lo hice y aproveché para lavarme con agua de rosas.
Ese mismo día hice un importante descubrimiento que pienso traerme conmigo a mi regreso a Londres.
* * * *
Solté la mano de mi hijo con suavidad y me dirigí hacia la honorable mujer que había dejado la fuente encima del escritorio. Su nombre era Maya, recordé que me la presentó Atiye. La saludé. Ella me sonrió y asintió con la cabeza.
—Acércate, Edward —ordenó a mi hijo sin mirarlo, mientras limpia la aguja por inmersión en la tisana y luego la seca concienzudamente.
Edward se aproximó a ella. A mi pequeño lo dominaba un sutil temblor y contenía la respiración. Algo me dolió por dentro. ¿Y si estoy cometiendo un error?
—¿En qué brazo quieres que te haga el injerto? preguntó la dama con una sutil sonrisa.
Turbada no pude pronunciar palabra. Quisiera poder evitar el mal trago a mi hijo. A él le resbalaba una lágrima. Mi corazón se encogió aún más. Mi valiente pequeño alargó su brazo izquierdo. Lo animé a que fuera valiente. Maya sabía lo que hacía, se lo había visto hacer. Sin embargo, no podía librarme de la duda de y si…. Maya de pie, tomó su bracito con una mano y con la otra el punzón. Era tan solo una aguja grande, pero me pareció un puñal. Edward cerró sus alegres ojos de color miel. Me estremecí al ver la punta del metal clavarse en su brazo. La mujer rasgó la piel con rapidez. ¡Au!, gritó el niño que abrió los ojos y clavó sus uñas en mi mano. ¡Escuece mucho, madre! Tenía cuatro pequeñas incisiones rectas y en paralelo. Sangraban. La dama untó la aguja con la masa informe de color ocre de las nueces. La punta de la aguja quedó impregnada de pus. Edward probó a retirar el brazo. Maya lo sujetó con más fuerza inmovilizándolo y le advirtió de que se estuviera quieto. Deseé que terminara. Miré a mi hijo y le acaricié la mejilla. Maya estaba concentrada en la intervención. Despacio, insertó el pus de una pústula en las heridas. Cubrió cada herida con una cáscara de nuez volteada y lo sujetó todo atando varios jirones de ropa. Luego le exigió que no se destapese las heridas hasta que ella se lo dijera.
* * * *
Cuando terminé de asearme, una atractiva mujer de mediana edad me hizo señas para que me acercara. Me cubrí con una toalla y extendí otra a su lado, en el mármol caliente.
Eres hermosa, extranjera. ¿Cómo debo llamarte?, preguntó en un tosco inglés la mujer de cabellera cana y ojos del color del cielo en verano. Le dije mi nombre algo insegura, sin saber si estaba cometiendo una imprudencia. Ella se llamaba Atiye. Hablamos de forma distendida durante un rato. De pronto acarició las cicatrices de mis mejillas con sus largos dedos, suavemente. Viruela, dijo. Afirmó que en Constantinopla no enfermaban de viruela, cruel enfermedad que mató a nuestro hermano y me ha estigmatizado. Enfermedad devastadora que está sembrando la muerte en toda Europa. Atiye me advirtió que me fijara en que no había una sola mujer con marcas de viruela. Y era cierto. No vi ninguna. Claro que estaba en el hamman para la élite. Pensé que en la calle vería mujeres y hombres marcados. Pero tampoco encontré ninguno, solo extranjeros. Por cierto, Frances, ¿cómo se encuentra George, superó las fiebres?
Averigüé que, en septiembre, cuando disminuye el calor, celebran un ritual al que llaman injerto. Para ellos es casi una diversión. Hay un grupo de sabias mujeres, entre ellas Atiye, que se ocupan de hacer la operación a los niños y a las esclavas extranjeras que no han tenido contacto con la viruela.
Todo está siendo muy interesante, Frances.
* * * *
Transcurrida una semana de la intervención, Edward jugaba con sus amigos a la pelota y de pronto le entró frío y se sintió débil. El injerto estaba haciendo efecto. La calentura solo duró dos días, al tercero ya estaba correteando por las calles. Exactamente como debía ser. Aunque había comprobado ya que el injerto protegía de la viruela, y Atiye me había contado el procedimiento cientos de veces, no fue hasta aquel día que supe que todo había ido bien, y que mi hijo no moriría de viruela.
Un día, estaba yo escribiendo en mi despacho. Edward entró corriendo y me abrazó fuerte.
—Madre, ¿ha visto qué bonitas han quedado mis cicatrices?
—Yo no diría que son bonitas —dije sin pensar.
—Son más bonitas que las de su rostro.
Se sentó en mi regazo, entre la mesa y mi pecho, me besó una mejilla y luego la otra.
— Mis amigos dicen que ahora soy uno ellos, un otomano.
Sonreí, mientras acariciaba las cuatro pequeñas manchas alargadas en el brazo de mi hijo.
Desde 1980 se considera a la viruela erradicada en todo el mundo. Se atribuye a Edward Jenner el descubrimiento de su vacuna, pero lo cierto es que, cuando Jenner ni siquiera había nacido, hubo una mujer qué extendió por Europa la práctica de inocular a niños y jóvenes con pus de enfermos para inmunizarnos contra esa enfermedad devastadora.
Mary Wortley Montagu fue una intrépida viajera, escritora y feminista. Una mujer curiosa y ávida de conocimiento que rompió moldes y luchó contra los prejuicios. Fernando Savater dice de lady Montagu que fue la mujer más interesante de la primera mitad del siglo XVIII inglés. Una mujer que fascinó a Voltaire, a Ingres y a Juan Goytisolo.
Mary Montagu no dudó en acompañar a su marido Edward Wortley Montagu a Constantinopla cuando lo nombraron embajador de Inglaterra en 1716. Desde allí se dedicó a relatar por carta todo lo que iba descubriendo. Sus correspondencias son un referente de la literatura viajera.
Mediante las cartas a amigos y familiares se dedicó a derribar mitos y prejuicios sobre la cultura otomana. Cultura singular que llegó a Inglaterra cargada de falacias escritas por viajeros, siempre hombres. Hombres que por lo general no se relacionaban con los lugareños y que tampoco tuvieron acceso a los lugares que sí tuvo Mary Montagu como mujer y aristócrata. Desterró ideas cómo que lugares cómo los hammam o harenes olían mal, o falsedades sobre el Corán.
Mary Montagu hizo un esfuerzo para no caer en el etnocentrismo cuando escribía sobre las mujeres turcas, algo nada habitual en esos tiempos. Las Inglesas cuestionaban la libertad de las turcas, sin embargo, estas podían comprar, vender y viajar sin el permiso del marido o del padre. Las Inglesas no lo consiguieron hasta el siglo pasado. También supo valorar el velo como un medio eficaz para pasar inadvertidas y facilitar los encuentros con sus amantes No vio la esclavitud diferente de la servidumbre, tan habitual en Inglaterra. Y el harén, que pudo conocer desde dentro antes que ninguna occidental, no le pareció distinto de la prostitución en su país.
A través de sus cartas también empezó a difundir la inoculación, costumbre turca para atenuar la viruela, a la que denominaban injerto. En abril de 1718 escribió: «La viruela, tan fatal y generalizada entre nosotros, es aquí por completo inocua gracias a la invención del injerto, que es el término con que lo nombran. Hay un grupo de ancianas que se ocupan de hacer la operación. En el mes de septiembre, con la llegada del otoño, cuando disminuyen los grandes calores, la gente trata de enterarse si alguien de su familia tiene la intención de enfermar de viruela. […] Viene la anciana con una cáscara de nuez llena de pus de la mejor viruela y entonces pregunta a la gente qué venas desean que les abra. De inmediato, abre aquella que le es ofrecida con una aguja enorme —no produce más dolor que un simple rasguño— e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de su aguja y después venda la pequeña herida con una cáscara hueca y así, de esta manera, abre cuatro o cinco venas».
Cuenta, que al cabo de una semana los niños solo enfermaban un par de días con fiebre suave. Que cada año miles de personas se sometían a la intervención y era tan habitual en ellos que se ha convertido casi en una diversión. Mary sufrió en sus propias carnes la crueldad de la viruela, ella sobrevivió, pero no su hermano. Por ello se decide a probar el injerto con su propio hijo pequeño Edward.
Mary Montagu no fue una científica en el término más estricto, pero cuando regresó a Londres, en 1721, convenció a la princesa Carolina de Gales de las bondades de lo que ella llamaba injerto. Pudo hacer un estudio de los efectos de la inoculación a través de dos ensayos clínicos. Uno con seis condenados a muerte en la prisión de Newgate y otro con varios niños de un orfanato de Westminster. Gracias a esta suerte de experimentos fue como su método se empezó a difundir, y a salvar vidas, por toda Europa.
Carolina de Gales inoculó a sus hijos y extendió la tradición turca al resto de coronas europeas. Montagu, como ella misma previó, tuvo que enfrentarse al descrédito de la comunidad científica y de la iglesia, que tachó sus ideas de herejía musulmana.
Mary Wortley Montagu (1689-1762)
Con esta entrada participo como #polivulgador en @hypatiacafe con el tema #PVMujerEnCiencia
Comentarios
Publicar un comentario