Ramón había llegado antes de lo previsto a la cima del Monte Oku, el mayor
volcán del macizo volcánico de Camerún. Intentó sentarse en cuclillas para
disfrutar del paisaje, como hacen los oriundos del país, pero le fue imposible mantenerse
mucho tiempo en esa posición y se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo
húmedo.
Mientras esperaba a Entekele lo
visualizó bajando a toda prisa por la empinada ladera que tenía enfrente,
clavando los talones en la tierra roja para no resbalar. Intentó imaginar lo
qué debió sentir ese día el muchacho, pero le pareció petulante por su parte y
desvió su atención hacia el esplendor del valle.
La hondonada era toda ella de color
esmeralda, solo los senderos rojos la atravesaban como heridas abiertas, hasta
el lago Nyos. Desde esa distancia se divisaba la aldea de Entekele y las aguas
del impresionante lago Nyos de color marrón rojizo.
Ensimismado no oyó a Entekele que se le
acercaba por detrás.
—Bonjour monsieur.
Ramón se dio la vuelta y vio al muchacho
de mirada triste, alto y delgado que había conocido el día anterior, doblando
ligero sus largas piernas para sentarse junto a él, mientras le tendía la
mano.
Ramón le devolvió el saludo. Se miraron
de frente circunspectos para luego volver a contemplar el paisaje uno al lado
del otro.
—Los ancianos me han dicho que hable
con usted, que le explique todo lo sucedido. —rompió el silencio Entekele—. Qué
es usted geólogo y sabe mucho de rocas y lagos ¿ha venido a averiguar qué fue
lo que enfureció al espíritu del lago?
—Así es. Y para ello necesito que me
cuentes todo lo que ocurrió ese día. A qué olía el aire, lo que oíste y viste
—ratificó Ramón.
Entekele bajó la mirada hacia sus
largas manos vacías que descansaban cruzadas sobre su regazo.
—No me gusta hablar de ello.
—Lo comprendo, pero es necesario saber
lo que pasó para que podáis protegeros la próxima vez.
El muchacho se quedó en silencio. Ramón
se volvió hacia él y vio que el joven se había encogido como el anciano que
carga a sus espaldas todo el sufrimiento de los suyos, para luego contar lo que
tenía que contar.
«Esa tarde me había discutido con mi
hermano mayor y me alejé de la aldea para subir hasta aquí y poder relajar mi espíritu
con la puesta de sol.
Se calló un instante, para luego
seguir.
«Éramos pocos los que vivíamos cerca del
lago. Se dice que la región está encantada por un espíritu vengador que habita
las aguas del lago y que por las noches emerge y aterroriza a las gentes del
valle.
«Yo no lo había visto nunca hasta ese día,
al espíritu, quiero decir.
Entekele pareció dudar, como si a
fuerza de querer olvidar algunos recuerdos se hubieran disipado. Aun así,
siguió.
«Lo cierto es que la tierra cerca de la
orilla del lago es ideal para cultivar batatas y alubias. Los pueblos de
agricultores que habitaban tierras secas se fueron acercando hacia el lago con
el fin de beneficiarse de la generosidad de esas tierras. A medida que crecía la
población aumentaban la reyertas. Mi hermano insistía que había que coger las
armas y expulsarlos. Pero yo temía por él, no quería que le hicieran daño y
discutimos acaloradamente.
«Así que cuando oí varios pum, pum, pum
desde aquí arriba creí que eran disparos y miré hacia las azules aguas del Nyos
para localizar mí aldea y ver lo que estaba ocurriendo. De las aguas del lago
brotaban burbujas que iban explotando como una olla de sopa hirviendo.
«Entonces fue cuando noté temblar
ligeramente la tierra bajo mis pies. Me asusté. Dirigí la mirada
otra vez hacia mí casa y vi como las aguas del lago se volvían del color de la
sangre, para luego elevarse todo él en una gran burbuja de franjas marrones y
rojas que explotó ruidosamente. Fue como si la tierra eructara desde lo más
profundo de su ser. Explotó con tal fuerza que el agua cubrió por unos
instantes todas las cabañas de la orilla, incluidas las de mi pueblo.
«Corrí desesperado deslizándome sin control
por la pendiente, agarrándome a arbustos y rocas para ir frenando. Entre
resbalones pude ver cómo el espíritu del lago salía de las aguas en forma de
niebla blanca y que iba cubriendo despacio con su manto todo el valle, hasta
llegar a mí.
«Luego, un fuerte olor a huevos podridos y
a pólvora me hizo regurgitar y sentí como el espíritu del lago estrujaba mi
cerebro aturdiéndome. Debí perder el conocimiento porque cuando desperté ya era
de día.
Entekele no había levantado
la mirada de su regazo hasta ese instante, en el que la dirigió hacia Ramón
apesadumbrado. Luego cerró los párpados con fuerza, tragó saliva y se tapó la
boca con la mano derecha ahogando un gemido. Sin embargo, siguió.
«Allí en el suelo, se apoderó de mí el
pánico al recordar lo último que vieron mis ojos antes de nublarse el
entendimiento. Intenté levantarme de golpe, pero me flaquearon las piernas.
Aturdido, vomité. Mi cabeza iba a estallar. Pero tenía que bajar hasta la aldea
para socorrer a mí familia. Así que fui bajando despacio, arrastrándome, reprimiendo
las náuseas.
«Al principio, el fragor de mí corazón no
me dejó advertir el silencio que me envolvía. No obstante, al rato me percaté
de que habían desaparecido las molestas moscas, luego, no oía cantar a los pájaros.
Miré hacia el cielo, no había ninguna ave atravesándolo. Tampoco se oía
la sierra de la cigarra, el siseo de la serpiente, o a los roedores jugando por
entre la hojarasca y el musgo. Toda la naturaleza había enmudecido.
«Empecé a comprender la magnitud de lo
sucedido al llegar a la explanada donde acostumbran a pacer nuestras vacas.
Todos los animales habían muerto. Todos. Busqué con la mirada a Toki, el
pastor, pero no lo vi y seguí corriendo.
«A medida que me acercaba a la aldea fui
encontrando más cadáveres de perros, gatos, gallinas, pero seguí corriendo.
Hasta que vi el cuerpecillo sin vida de la pequeña Anika abrazado a su mascota,
un bebe macaco. Parecía una muñeca de trapo abandonada, tirada en medio del
camino. Toda la noche totalmente sola —pensé. No pude dejarlos allí. Los tomé
en mis brazos como a los bebés que eran. Me sorprendió lo poco que
pesaban.
«Seguí adentrándome en aquel infierno
abrazado al cadáver de la niña despacio, temblando. Ya no era necesario correr,
todos estaban muertos.
Ese 21 de agosto de 1986 murieron 1746 personas y más de 6000 vacas, junto
a todos los ratones, aves e insectos de la región.
Situado en el costado de un volcán
inactivo, el lago Nyos posee más de un kilómetro y medio de ancho y unos 180
metros de profundidad. El CO2 se filtra en el lago desde la capa de roca
fundida del subsuelo, lo que lo transforma en uno de los únicos tres lagos
saturados de este gas.
La conclusión que se llegó, después de
largas deliberaciones, fue que el agua, al ser más pesada que el gas, había
retenido en el fondo del lago grandes cantidades de dióxido de carbono, que es
un gas incoloro e inodoro, pero letal. Y luego, algún tipo de fenómeno (quizá
un corrimiento de tierras, o simplemente una tormenta fuerte) había causado el
desprendimiento de una enorme burbuja de CO2. El gas había revuelto el agua del
lago, haciendo subir a la superficie las capas del fondo, ricas en hierro que
le proporcionó la tonalidad rojiza. Ese gas, más pesado que el aire, se había
deslizado montaña abajo, cubriendo los dos valles adyacentes y asfixiando todo
lo que se encontró a su paso.
Ese día, el lago comenzó a regoldar
burbujas de dióxido de carbono y al llegar a la superficie estallaban, pum, pum,
para luego expulsar la gigantesca burbuja. En total, escaparon más de
doscientas mil toneladas de CO2, y hasta setenta metros de altura se irguió una
fuente de agua y gas que rugió durante más de veinte segundos.
Para evitar que se vuelva a acumular el CO2 en el
fondo del lago y se repita el desastre, se decidió colocar unas balsas sobre la
superficie desde las que desciende hasta el fondo un tubo de polietileno de
doscientos metros de longitud con la intención de que sirva de aliviadero para
el gas. El agua sale disparada hacia el cielo, a veces hasta 45 metros de
altura.
Aquella funesta noche de 1986
proporcionó un horrendo atisbo de lo que en otro tiempo fue la Tierra, un lugar
donde enormes burbujas de gas venenoso estallaban a cada momento y se arrastraban
por la tierra como espectros sobrenaturales.
El desastre de Nyos nos recuerda lo
afortunados que hemos sido de que nuestro planeta haya escapado de la atmósfera
venenosa del eón Hádico. El eón Hádico, Hadeico o Hadeano, es una división
informal de la escala temporal geológica, es la primera división del
Precámbrico. Comienza en el momento en que se formó la Tierra hace unos 4567
millones de años y termina hace 4000 millones de años, cuando comienza el eón
Arcaico.
Con este relato participo como #polivulgador de @hypatiacafe con el tema
#PVatmósfera.
Fuentes: "El último aliento de César" de Sam Kean. Y
Wikipedia
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