—¿Si en un futuro muy lejano llegaran a la Tierra científicos extraterrestres para estudiarnos como especímenes extintos, qué hallazgo les evidenciaría que éramos civilizados? —preguntó una alumna de secundaria.
—Muy
buena pregunta —le felicitó la profesora asintiendo con la cabeza algo
sorprendida—. Bien, te estás preguntando cuál sería el primer signo de
civilización que pudieran hallar, algo físico qué se hubiera podido
conservar.
Antes
de seguir, la docente estuvo unos segundos en silencio. No solo era una buena pregunta,
sino que los recuerdos la habían succionado al pasado, cuando ella era la
estudiante y había realizado esta misma pregunta a una admirable mujer. Solo
qué ella ya estaba en la universidad y su alumna era una adolescente. Cosas de
los nuevos tiempos, se dijo.
—¡Interpelo
la cuestión a toda la clase! — dijo por fin, mientras se le escapaba una
socarrona sonrisa, entornaba los ojos y extendía los brazos en abanico
señalando a todos los alumnos, uno a uno —¿Cuál consideráis que es el primer
signo de civilización?
Las
manos se fueron levantando impacientes a la espera que la profesora les diera
la palabra. Todos parecían saber la respuesta.
—¡Andar
erguido! —se lanzó un chaval de la primera fila.
—¡Anda!
Los suricatos también andan erguidos y no están civilizados —se rió un
compañero.
—¿La
punta de una flecha?
—!El anzuelo!
—¡La
olla de barro!
Iban
nombrando atropelladamente los alumnos. La profesora negaba con la cabeza y
teatralizaba abatimiento.
—La
rueda —dijo otro.
—Antes
de la rueda hubo otras cosas, otras actitudes. —respondió la profesora dando
una pista.
—El
fuego.
—El
fuego sin duda supuso un gran cambio. Pudimos acceder a más alimentos, nos
ayudó a protegernos de las bestias y aprovechamos la luz y el calor de las
hogueras para socializar y aprendimos a contar historias. Sin embargo, algo
ocurrió mucho antes.
Los
alumnos fueron especulando con diversos acontecimientos sobre todo técnicos,
hasta qué la profesora los hizo callar y expuso.
—Yo
misma, hace muchos años, le hice esta misma pregunta a una gran antropóloga que
visitó el campus universitario donde yo estudiaba. Grande fue mí sorpresa
cuando contestó: Un fémur roto y curado.
Un
suave murmullo se fue extendiendo por el aula.
—Ya,
sé lo qué estáis pensando. A mí tampoco me pareció nada extraordinario
encontrar un fémur roto. A pesar de que nuestros ancestros se debieron romper
muchos más huesos que nosotros, simplemente por llevar vidas más duras, no
entendía su importancia. Y así se lo dije a la antropóloga. Entonces, ella me
dirigió una sonrisa y contestó: Fíjate qué he dicho curado, que el hueso había
sanado.
El
rumor se fue haciendo más fuerte a medida que la profesora, con verdadero arte
escénico, recreó a Sherlock Holmes.
—¿A
alguien se le ocurre porqué sería tan relevante este hallazgo para los
científicos extraterrestres?
Silencio.
—Imaginaros
un grupo de seres bípedos andando por la sabana bajo un sol de justicia. De
repente se oyen ruidos detrás de unos matorrales. Sin esperar a saber el
motivo, el miedo se apodera del pequeño grupo y todos salen en estampida. Un
joven cae en un gran socavón que había quedado cubierto por la maleza y se
rompe el fémur. No podrá moverse, ni alimentarse y quedará a merced de los
depredadores. El horror se apoderá de él y gritará con todas sus fuerzas, furioso
por su mala fortuna. Sabe que va a morir. Este es sin duda el destino de
cualquier animal en su medio natural. Sin embargo, alguien cuidó de ese
muchacho, le proporcionó cobijo, lo protegió, lo alimentó y lo cuidó hasta qué
sanó el hueso y pudo moverse.
—¿Entonces?
— dijo la alumna que hizo la pregunta y se había quedado callada todo el rato —
¿está diciendo qué la civilización comienza cuando hay otro a tu lado que te
ayuda?
—Eso
mismo.
—¿Cómo
se llamaba la antropóloga? —preguntó alguien desde el fondo del
aula.
—Su
nombre era Margaret Mead.
La antropóloga Margaret
Mead (1901-1978) Puso en duda la visión biologicista que prevalecía en las
ciencias sociales en EE. UU. en los años 1960-70: según aquel enfoque, la
división sexual del trabajo en la familia se debía a la diferencia innata entre
el comportamiento ‘productivo’ de los hombres y ‘expresivo’ de las mujeres.
En
su trabajo Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas (1935) introdujo
la idea novedosa de que, al ser la especie humana fácilmente moldeable, los
roles y las conductas sexuales varían según los contextos socioculturales. De
este modo, fue precursora en la utilización del concepto de género ampliamente
utilizado posteriormente en los estudios feministas.
Su
trabajo de campo en Samoa fue criticado postmortem como poco fiable. Es posible
que nos encontremos, otra vez, con el trabajo de una mujer observado con lupa y
a través de prismas sesgados.
De
todas formas y opiniones a parte, ni siquiera la controversia sobre su trabajo
quita la importancia de una gran mujer y científica, que lanzó nuevas miradas a
lo que se suele dar por sentado. Sabemos que en su vida hizo lo mismo y eso la
hace doblemente grande.
Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe sobre #PVprincipio
Comentarios
Publicar un comentario