Cuando me lo trajeron como aspirante a repartidor en la llibreria, Michael me pareció casi un mendigo; calzones zurcidos con la faja deshilachada y chaquetilla con los alamares descosidos, oscuro y grueso pelo ondulado y expresión traviesa como la de la mayoría de los chicos de su edad que no acuden demasiado a la escuela. Pero ya se vislumbraba en él un temple poco común.
Ni tan siquiera pensé en la posibilidad de que se acordara ya de mi y el anuncio de su visita alteró mi ánimo.
― ¡Sr. Riebau, cómo me alegro de volver a verlo! ―me dijo Michael mientras estrechaba mi mano con fuerza.
― Hola, muchacho, a mi también me alegra ver al hombre en el que te has convertido ― le contesté junto a una sincera sonrisa.
― No sabe cuántas veces he pensado en venir a verlo, pero la vida te arrastra, ya sabe ―siguió ―. Al enterarme de que se había caído de esa vieja escalera, la que accede a las estanterías superiores, no me lo pensé más, y aquí estoy.
Nos sentamos en las dos sillas que tengo delante de la mesa que uso como despacho en la librería; uno frente al otro. Se interesó por mi brazo roto y por el trabajo. Le conté que el primero sanaba lentamente y que el negocio iba viento en popa, que cada vez se leía más. Él me comunicó que esa primavera se había casado con Sarah Barnad de su misma comunidad, y me explicó algunos aspectos de su trabajo de manera que pudiera entender, cosa que le agradecí.
― En realidad he venido a darle las gracias ―me dijo con la persuasiva modestia que lo caracterizaba.
―¿Gracias de que, Michael? ―le pregunté mientras le advertía las primeras canas y rasgos algo endurecidos en el semblante.
Recordé que su fuerte determinación por llegar a desvelar las leyes que rigen nuestro mundo y el convencimiento de que tales normas lo acercaban a su Dios, le había dado una tenacidad y capacidad de trabajo impresionantes.
―Verá ―siguió ―. Usted me inculcó el orden y la precisión a través del oficio de encuadernador, y me permitió acceder al contenido de los libros. De la minuciosidad que requiere el trabajo y lo leído en las hojas impresas que guillotinaba, adquirí la costumbre de anotar mis pensamientos en libretas, no quería olvidar nada. Usted, no solo respetó mi desmedida curiosidad, sino que me permitió poner en práctica algunas ideas en el sótano de su librería.
Sus palabras rescataron de mi memoria la ilusión reflejada en la cara de aquel muchacho el día que le di permiso para acondicionar a su antojo un pequeño espacio en el almacén. El interés que sentía por los libros que encuadernaba y su adorable sueño por desentrañar los misterios de la naturaleza hizo que accediera a dejarle montar un laboratorio para experimentar en él al terminar su jornada laboral.
―Sin la sucesión con las que fue tomando sus decisiones, yo no habría podido llegar a ser ayudante de Davy y ahora no tendría mi puesto estable en el Royal Institution ―me dijo.
Su reconocimiento removió mis entrañas y apunto estuve de dejar resbalar una lágrima por mi mejilla.
El orden de los sucesos en el tiempo da sentido a la aventura de la vida. Ese todavía incomprensible devenir que marca nuestro destino.
Este relato participa en la iniciativa de @hypatiacafe para el mes de noviembre #PVorden
- La biografía escrita por Sergio Parra "Faraday. La inducción electromagnética" Ciencia de alta tensión
Comentarios
Publicar un comentario