María Teresa despertó de una larga pesadilla
sin saber dónde estaba ni lo que había sucedido. No pudo despegar los párpados
hinchados y le desconcertaba el intenso trajín de su alrededor; murmullos,
lamentos, pasos rápidos, ruidos que no sabía identificar. Tumbada boca arriba
no sentía su cuerpo como suyo. Olía a orina y a sangre; opresión en el abdomen
y en el rostro. Cerca había alguien porque escuchó un gemido hueco. Intentó
darse la vuelta para acercarse, pero un dolor atroz le oprimió el costado
cortándole la respiración.
—¡No te muevas! Tienes varias costillas rotas y heridas que tuve
que suturar rápido que se te abrirán. —le dijo una mujer que se movió
ligera sujetándola con fuerza por los hombros para evitar que se levantara.
La
mujer cojeaba de una forma peculiar que no le era desconocida.
María
Teresa intentó respirar con normalidad, pero no pudo evitar perder el
conocimiento. Al rato volvió en sí y preguntó dónde estaba.
—¿No
lo recuerdas? Ya lo harás... —le contestó la misma voz decidida —. Estás en la
enfermería de la prisión de las Ventas. Llevas aquí varias semanas.
Como
si hubieran accionado un resorte María Teresa empezó a recordar, a visualizar
una habitación, como en una película envejecida de la que solo sobrevivieron
determinados fotogramas. Una estancia sin ventilación, oliendo a humedad y a
heces. Paredes oscuras salpicadas de sangre reseca. Frío. Una mesa y una silla,
o lo que quedaba de ella; cuerdas sucias; suelo pegajoso. Llantos, gritos en la
estancia contigua. Se preguntó por qué no sintió pánico al pensar en lo que
había de venir, sólo recordaba experimentar una tremenda desolación. Sin
importarle lo que pudiera pasar en esa habitación.
Volvió
a desmayarse y a tiritar. Tenía fiebre. Saltaba de la conciencia al delirio; jugando
de cerca con la muerte. Mientras, Ana, una mujer resolutiva, delgada, de ojos y
pelo negro, que debía su cojera a un accidente en tranvía cuando niña, cuidaba
de ella con solo ternura. Con la
esperanza de que la fortaleza de María Teresa pudiera con el resto. La
enfermería se había convertido en un lugar donde morir.
Los
recuerdos asomaban con toda su dureza en los momentos que María Teresa se
despertaba: Esos hombres profanando su cuerpo; golpeando con los puños, con los
pies, hasta lanzarla contra la pared rugosa. El dolor en el costado y la sangre
brotando de sus cejas que la cegaban. Un interrogatorio sin sentido, una y otra
vez. Y más golpes que le rompían el alma hasta dejarla inconsciente. Luego la
despertaban echándole un cubo de agua fría para empezar otra vez con más
preguntas a las que no sabía cómo responder para que la dejan en paz. En esos
momentos de lucidez se sorprendía de su indiferencia, de no desear arrancarle
los huevos a esos hijos de puta, de no querer volarles los sesos con una
recortada. Pero únicamente la poseía una tremenda desesperanza.
—¡Déjame
morir, Ana! — le suplicó mientras se aferraba con fuerza a su vestido raído. La
había reconocido al verla a través de una pequeña abertura entre sus párpados
hinchados.
—Ni
lo sueñes María Teresa, has de vivir —contestó mientras le cambiaba las vendas
que le cubrían la frente. Luego, fue a socorrer a una mujer que no paraba de
llorar y obligó a María Teresa que se soltase de su vestido.
Ana
había estudiado enfermería. La habían condenado a veinte años por esconder a
una familia de republicanos. Con María Teresa se habían conocido en un anterior
arresto allí mismo en la prisión de las Ventas. Y surgió entre ellas una recia
amistad. María Teresa, como muchos de sus compañeros científicos, se había
posicionado del lado de los republicanos, y al acabar la guerra los franquistas
la detuvieron y la condenaron a 12 años de cárcel acusándola de haber fabricado
armas para los republicanos en el laboratorio de la universidad donde trabajaba
en sus investigaciones sobre pesos atómicos. María Teresa era una excelente
química. Fue liberada antes de terminar su condena, pero le prohibieron seguir
con sus investigaciones.
—Necesito
que te recuperes —le dijo Ana al oído mientras colocaba su mano en su frente
para saber si había bajado la fiebre—. Esta enfermería necesita de tus
conocimientos, de tu buen hacer. Y sobre todo de tus grabados para alegrar un
poco nuestras vidas —sonrió—. He conseguido algo para tí. Te espera para cuando
te recuperes.
Ana
levantó ligeramente la manta apolillada que le hacía de almohada y escondió
debajo una libreta y un lápiz de carboncillo.
María
Teresa era alta, algo desgarbada, con un ondulante cabello negro y labios
sensuales. Le gustaba pintar, se le daba bien. En su anterior arresto
había embellecido la triste biblioteca de la prisión con sus dibujos. Y también
falsificaba documentos cambiando la fecha de nacimiento de los niños, ya que
solo podían estar con sus madres hasta los tres años.
La
estancia que hacía de enfermería era un espacio amplio, pero había quedado
pequeño. La prisión de las Ventas tenía una capacidad para unas seiscientas
personas, sin embargo, habían encarcelado a varios miles de mujeres, muchas de
ellas con niños pequeños. Paredes que debieron ser blancas, grandes ventanales
altos con gruesas rejas y sucios colchones en el suelo ocupados por cuerpos
doloridos y enfermos. Solo las más graves disponían de un catre con cabezal metálico
pintado de un desvaído color verde.
María
Teresa se recuperaba lentamente. Las agresiones habían sido brutales. Por las
noches, Ana siempre que podía se tumbaba a su lado a descansar y hablaban.
Hablaban de la vida, de la muerte, de la guerra, de sus sueños perdidos, del
futuro. Lloraban a menudo, y de vez en cuando se permitían el lujo de reír. No
demasiado, ya que las heridas de María Teresa no lo permitían. Una noche
hablaron de hombres, de sus hombres, y María Teresa contó que se había
enamorado perdidamente de un guapo guerrillero de la resistencia. Se lamentó no
saber que había sido de él. Explicó que un grupo de ellos se reunía en la
farmacia que montó al salir de prisión la primera vez, al prohibirle seguir con
sus investigaciones en la universidad. Se concentraban cada semana, compartían
información y hacían planes. María Teresa, aún con el cuerpo roto no
podía evitar la excitación cuando lo recordaba. Cuando evocaba sus labios
carnosos, sus espaldas anchas y su tez morena. Su aroma a sudor limpio y esa
cicatriz que le partía en dos el hombro derecho.
—¿Como
se llama? —preguntó Ana mientras sonreía para darle forma a ese hombre,
rogando que María Teresa compartiera sus recuerdos y poder fantasear ella
también.
—
Antonio —contestó embelesada —, Antonio de Ben.
Y
siguió hablando, soñando despierta con caricias y juegos, mirando el techo de
la enfermería sostenido por hileras de vigas de madera abombada, y que le
parecieron preciosas. Lo que no vio fue como la expresión de alegría del rostro
de Ana iba transformándose en temor primero y en espanto después. Ana escondió
su rostro en el hombro de su amiga y cerró con fuerza los ojos, para alejarse
luego y mirar con espanto a su compañera.
—
María Teresa, he de decirte algo —dijo tomando la mano de su amiga y pegándose
a su cuerpo.
—
Cuéntame.
—
En la misma semana en que te trajeron, interrogaron a un grupo de la
resistencia. Me contaron que se veían clandestinamente y fabricaban bombas
junto con otro grupo de las afueras de Madrid en la trastienda de una farmacia.
Ese grupo sabía que los había delatado uno de ellos. Los había vendido un
guerrillero llamado Antonio de Ben.
María Teresa Toral tardó meses en recuperarse. Cuenta en sus
memorias que la enfermería estaba cerca del campo de fusilamiento desde donde
se podían oír llantos y disparos. Se la condenó a treinta años en un juicio
rápido en lugar de la pena de muerte que pedía la acusación. Todos sus colegas,
desde fuera de España, presionaron al gobierno franquista que recibió miles de
cartas y telegramas reclamando la libertad de María Teresa. Junto con los
observadores internacionales estaba la Premio Nobel de Química Irene
Joliot-Curie que asistió a la vista oral donde María Teresa denunció las
torturas a las que había sido sometida. Irene y María Teresa se carteaban con
asiduidad compartiendo su pasión por la química y la ciencia. Se logró que la
sentencia fuera rebaja a dos años que cumplió en la Prisión Central de Mujeres
de Segovia.
María
Teresa se exilió a México donde empezó una nueva vida como profesora de química
en la Universidad, se casó y dejó rienda suelta a su vertiente artística,
creando precios grabados y pinturas.
Este cuento participa en la iniciativa de @hypatiacafe del mes de enero 2019, sobre el tema #PVCienciaEmigrante. Me he basado en la vida de María Teresa Toral
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