Estas dos imágenes están
íntimamente relacionadas. La de la derecha es del arquitecto y urbanista Le
Corbusier (1887-1965) y pocos de nosotros teníamos conocimiento de ella, pero
¿Quién no conoce la de la izquierda? Esa figura humana, masculina, representada
en dos posturas simultáneas. Una, con los brazos en cruz y las piernas juntas.
La otra, con los brazos un poco más arriba y las piernas más separadas. La
dibujó Leonardo da Vinci (1452-1519) en 1492 y la llamó Hombre de Vitrubio. Rendía
así homenaje al arquitecto romano del siglo I a. de C. Marco Vitrubio Polión.
Marco Vitrubio había explicado que, si
un hombre se colocaba tumbado boca arriba, con brazos y piernas estirados, y se
le colocaba un compás en el ombligo, los dedos de las manos y de los pies
tocarían la circunferencia descrita a partir de este centro. Además, el cuerpo
también quedaría inscrito en una figura cuadrada que tuviera como lado la
altura del hombre. El dibujo no está exento de simbolismo: la circunferencia
representa el cosmos, y el cuadrado, la Tierra. La figura humana, por tanto,
queda así armónicamente relacionada con el universo y con el planeta. Parece
indicar que en la naturaleza todo es proporcional, que hay un patrón común que
permite hacer corresponder las medidas más grandes con las dimensiones humanas.
Si dividimos el lado del cuadrado, que equivale a la altura del hombre, por el
radio de la circunferencia –que es la distancia del ombligo a la punta de los
dedos–, obtendremos el llamado número áureo o número de oro.
El monje toscano Luca Pacioli (1445-1510)
publicó un libro sobre esta cantidad: De Divina Proportione. Como el título
indica, Pacioli quería hacer corresponder las relaciones entre las medidas con
un designio divino –no podía ser menos en aquella época, y más viniendo de un
religioso–. Afirmaba, por ejemplo, que el número áureo «tiene una
correspondencia con la Santísima Trinidad, es decir, así como hay una misma
sustancia entre tres personas –Padre, Hijo y Espíritu Santo–, de la misma
manera una misma proporción se encontrará siempre entre tres términos, y nunca
de más o de menos». Una frase no demasiado clara, en la que lo que se esconde
es el deseo de indicar que la matemática de la naturaleza no nace del azar,
sino de la voluntad divina, y de hacer encajar cualquier avance del
conocimiento con las creencias cristianas.
El número áureo ya había sido
descubierto por Euclides. El matemático griego demostró que un segmento de
longitud l podía ser dividido en dos partes, a y b, de manera que el cociente
entre la longitud total y el segmento más largo (l/a) fuera igual al cociente
entre el segmento largo y el corto (a/b). Estos cocientes daban un número de
los llamados irracionales, es decir, de aquéllos que tienen un número
indefinido de decimales sin que aparezca una cifra o un grupo de cifras que se
repita a partir de determinado momento
El número de oro vale 1,61803 y el
número de decimales que podamos ir añadiendo. Como todo número irracional, no
puede ser expresado como cociente de dos números enteros, pero sí con la ayuda
de otros números irracionales.
A principios del siglo XX, el
escritor inglés Theodore Andrea Cook (1867-1928) bautizó este número como ϕ
(phi), en honor del escultor griego Fidias. Cook escribió libros como Espirales
en la naturaleza y el arte (1903) y Las curvas de la vida (1914), donde
mantenía que esta proporción se encuentra en numerosos elementos naturales,
como conchas y cuernos. Cook afirmó –e intentó demostrar– que ϕ también estaba
presente en diversas obras de arte. Probablemente, su entusiasmo lo llevó a ver
demasiadas cosas que contenían su ϕ. Pero la gran difusión al número de oro la
dio en los años treinta del siglo XX un personaje entusiasta –y no poco
aficionado al esoterismo–. Se trata del ingeniero y diplomático rumano Matila
Ghyka (1881-1965), que fue precisamente quien bautizó a ϕ como número de oro.
En su libro La geometría del arte y de la vida intentaba demostrar que
la proporción áurea estaba casi por todas partes, tanto en la naturaleza como
en el mundo del arte –una de las personas que lo admiró y a quien hizo mucho
caso fue Dalí–.
Durante mucho tiempo se ha dicho –y se sigue
repitiendo con frecuencia– que uno de los lugares de la naturaleza donde
encontramos el número de oro es en el desarrollo de la concha del Nautilus
pompilius. A medida que crece, se desarrolla formando una espiral muy vistosa.
Se trata de una espiral logarítmica, es decir, que en cada vuelta la distancia
desde el origen aumenta en una proporción fija. Si siguiera la proporción del
número áureo, cada vuelta de la espiral estaría 1,618 veces más lejos del
centro que la anterior. Diversos matemáticos han querido eliminar este error
tan popular. Pero quien pensó en una demostración práctica fue un matemático
jubilado que ahora se dedica a labores humanitarias en el Tercer Mundo: el
norteamericano Clement Falbo (1931). En 1999 estableció un protocolo riguroso
para medir las proporciones en la colección de conchas de nautilo que hay en la
Academia de Ciencias de San Francisco, en California. Pacientemente,
Falbo lo consiguió y descubrió que la pauta de crecimiento de la concha estaba
entre 1,24 y 1,43, con una media de 1,33. Por tanto, el nautilo estaba lejos
del número áureo.
Cuando se forma la concha de un molusco,
cuando crecen determinadas plantas, en los dibujos de la piel de algunos
animales, encontramos formas que responden a distribuciones o ecuaciones
matemáticas. La ley matemática o física puede ser más compleja o menos, pero es
probable que al final la descubramos. Los matemáticos han observado que incluso
dentro de los fenómenos caóticos, paradigma del desorden, podemos encontrar
ciertas pautas. La naturaleza no puede sustraerse a estas normas. Por
fantasiosas que parezcan las formas de la vida, se han formado de acuerdo con
estas leyes. Lo que ocurre es que la naturaleza no es simplemente una
administrativa disciplinada, que se limita a aplicar con eficiencia y de forma
mecánica estas leyes, sino una gestora imaginativa que sabe explotar las
posibilidades sin superar los límites. Y es eso lo que proporciona la
sorprendente diversidad de las formas vivas.
El número áureo también aparece en
las denominadas series de Fibonacci (c. 1170 – c. 1250). Este matemático, que
en realidad se llamaba Leonardo de Pisa, publicó en 1202 el Liber abacci, donde
aparece esta sucesión: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21... Cada elemento de la serie se
obtiene sumando los dos anteriores. Y si dividimos un elemento por su antecesor
obtenemos un valor muy próximo al número áureo –más exacto cuanto más elevados
sean los dos elementos que escojamos–. Algunos artistas contemporáneos han
utilizado las series de Fibonacci. Es el caso del italiano Mario Merz (1925),
miembro del grupo Arte Povera. Merz afirma que se quedó impresionado por la
forma en que crecen los números de Fibonacci y que eso le inspiró la idea de
que es posible asignar un número nuevo a cualquier cosa en el mundo, «incluidos
los objetos materiales y los seres vivos». Una de sus obras, titulada Iguana,
fue realizada en 1971.
Como elemento de inspiración o
para encontrar unas proporciones armoniosas, el número de oro o la serie de
Fibonacci pueden ser útiles. Pero ir más allá es un riesgo. Martin Kemp,
profesor de historia del arte de la Universidad de Oxford, alerta sobre algunos
trabajos pseudocientíficos –como el libro Las matemáticas y la Monna Lisa, de
Bulent Atalay– o ficciones que se han convertido en éxitos populares
extraordinarios –El código Da Vinci, de Dan Brown–. Si se toman como
entretenimiento, quizás no hay más problemas con la falta de rigor. En todo
caso, el público tendría que saber que, como dice Kemp, si dibujamos bastantes
líneas en una pequeña imagen –triángulos equiláteros, pentagramas, etc.– será
difícil «no encontrar alguna pauta interesante». Y de esta forma, con más o
menos esfuerzo, podríamos relacionar las pirámides de Egipto con el hombre de
Vitrubio o la Venus de Botticelli con la torre de Pisa. Todo es cuestión de
paciencia.
No obstante, esto no debe hacer pensar
que el número de oro u otras proporciones son simples juegos. Más allá de la
ficción o la narrativa fantástica hay verdaderos genios de la geometría
aplicada al arte. Quizás el mejor ejemplo sea Le Corbusier, nombre con que se
conoce al arquitecto suizo Charles Edouard Jeanneret. Él quiso contribuir
tomando como base la figura humana. En 1943 dio instrucciones a unos
colaboradores para que realizaran cálculos partiendo de esta premisa: tomemos
un hombre con el brazo levantado, que llega así a una altura de 2,20 metros,
inscribámoslo en dos cuadrados de 1,10 metros, subámoslo a caballo de los dos
cuadrados y el tercer cuadrado que resulta da una solución sobre las
proporciones humanas. El mismo año recibió una solución elaborada por Elisa
Maillard, con un entramado de segmentos que estaban en proporción áurea entre
ellos. Este entramado relativamente complejo fue la base del sistema que Le
Corbusier llamó Modulor. A partir de aquí, el arquitecto obtuvo una serie de
medidas que permitían diseñar diversos espacios y planificar construcciones con
una base respetuosa con las proporciones humanas. Así, encontró determinadas
cantidades que, según él, caracterizaban «la ocupación del espacio para un
hombre de seis pies». Y a la hora de diseñar espacios se tenía en cuenta, con
un cálculo matemático riguroso, qué necesidades reales tenía la persona. Aplicó
el Modulor a diversas realizaciones y la más emblemática es L’Unité
d’Habitation de Marsella. El edificio estaba diseñado para 1.600 personas, con
26 servicios comunes, un paseo comercial, 23 tipos de viviendas y un hotel. Las
viviendas estaban pensadas para inquilinos muy diversos, desde el estudio para
una sola persona hasta casas para una familia de diez miembros. A pesar de su
aparente gigantismo, era el intento de plasmar en una obra sus ideas sobre la
descongestión de los centros de las ciudades y el aumento, al mismo tiempo, de
la densidad y de las superficies ajardinadas. Le Corbusier no se limitó a
aplicar sus proporciones, sino que también buscó en obras clásicas indicios de
la utilización del número de oro o incluso de su Modulor.
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