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Laberintos

 

May-Britt sale a correr cada día muy temprano. La fría aurora del ártico no le impide salir a la calle con Höor, su fiel amigo de cuatro patas con orejas tan largas que casi rozan el suelo. Los dos acostumbran a trotar por la orilla del río Nidelva atravesando toda Trondheim, una hermosa ciudad vikinga. Pero, ese día decide cambiar de ruta. 

          May-Britt es una mujer de piernas largas, piel pálida y pelo oscuro, rasgos que le otorgan cierta frialdad. Sin embargo, a corta distancia, transmite ternura y mucho entusiasmo. 

         Correr la relaja. Entre zancada y zancada aprovecha para poner orden a sus ideas. Ha dejado a siete de sus ratones con electrodos conectados al procesador. Se extraña, está algo ansiosa por los resultados. Se coloca la mano abierta sobre la boca del estómago y traga saliva. Entonces, recuerda que al volver a casa ha de pasarse por el colmado. Necesita comprar arroz y aceite de oliva. Retira su mano del estómago y se golpea la frente mientras se repite ¡Que no se te olvide, May-Britt!  Este domingo tendrás a tus dos hijas a comer.

          Sigue corriendo a buen ritmo por entre casas de vivos colores, le apetece acercarse a la catedral de torres verdes. Hasta que le embiste la desazón otra vez.  Coloca una mano en su estómago. No recuerda la última vez que sintió ese malestar.

          Distrae su pensamiento con un mail que recibió ayer. Realmente —sonríe orgullosa—, le envían muchas invitaciones para dar conferencias y entrevistas, tantas que se permite el lujo de ir solo a las que le apetecen. Además, su edad y posición se lo permite. 

          A punto está de cruzarse con tres jóvenes que cuchichean. Una de ellas se le acerca.

          —Hola, es usted May-Britt Moser, ¿verdad?

          —Hola. Si, lo soy.

          —¡Es usted de carne y hueso! —dice la joven con admiración.

          —Si, soy del género homo —contesta ella divertida.

          Espontáneamente entablan una corta conversación en que la May-Britt no deja de sonreír y gesticular a la vez. Alienta a la chica a cumplir sus sueños y que el secreto para conseguirlo es amar su trabajo.

          Se despiden y reanudan la marcha. Le gustan estas muestras de admiración. ¿por qué no reconocerlo? Entonces, tuerce un poco su boca de finos labios, porque está segura de que recibe más ofertas, por el hecho de ser mujer, qué Edvard, su exmarido. ¡Y eso qué es más simpático y amable que ella! Poco a poco todo cambia, piensa. Y ahora contar con un experto del sexo femenino otorga reputación a cualquier entidad. ¡Imagínate si fuera trans! —le dice a Höor, mientras sigue corriendo.

         Le han llovido ofertas para colaborar en prestigiosos laboratorios, sin embargo, ella se ve, en los próximos diez años, investigando en el mismo sitio. En el laboratorio que forjaron con Edvard al tiempo que decidieron volver a Noruega. Las niñas eran pequeñas. Niñas, que se han convertido en mujeres inteligentes. —sonríe orgullosa. Aunque las ve poco, las siente cerca. 

         May-Britt se jacta de que el divorcio no les haya impedido, a Edvard y a ella, poder recordar los mejores momentos con cariño. Como cuando se comprometieron en la cima del Kilimanjaro, en Tanzania, por ejemplo. Por aquel entonces viajaban mucho. El nacimiento de las niñas. O la acertada decisión que tomaron con treinta y dos años, recién doctorados en psicología y con dos bebés a cuestas, de abandonar la seguridad de Noruega, y lanzarse a trabajar en varios laboratorios del mundo. Elección que los llevó a Londres a colaborar con quien desde entonces es su mentor, John O´Keefe.

          La vuelta a Noruega. El proyecto del laboratorio, que al principio parecía un refugio antiaéreo, pero que paso a paso fue creciendo. Luego empezaron a llegar los premios y el reconocimiento. Tantos años juntos, trabajando codo con codo —Sabes Höor, ¡hasta nos traíamos a las niñas al laboratorio para compartir con ellas el entusiasmo por lo que hacíamos! Y creo que les hizo bien.

        De pronto reduce la velocidad. Se da la vuelta. Höor se la mira sorprendido. Ella mira a su derecha y luego a su izquierda. Otra vez este malestar, esa desazón. No sabe dónde está. Intenta relajarse, pero no lo consigue. 

         Procura respirar despacio. El profundo conocimiento de su trabajo la asusta, cómo el médico que reconoce sus propios síntomas. Pero no puede ser, se dice.  Para recordar hay que preguntarse qué ha sucedido, dónde y cuándo. No lo recuerda. No sabe dónde está. Se ha perdido.

          —¿Qué me pasa? —se agacha, acaricia la cabeza del perro, agarra sus orejotas acercando su nariz a la de ella y lo abraza. Me siento como uno de mis ratones al que le hemos alterado el laberinto que ha recorrido durante días para llegar a la comida. He de relajarme, estoy confundida, pronto encontraré nuevamente el trayecto de regreso a casa.

          En lugar de serenarse, la cabeza le da vueltas y el corazón palpita descontrolado ahogándola. Se sienta al borde de un escalón, a la entrada de una tienda de electrodomésticos. Höor no se mueve de su lado. Intenta respirar despacio sin éxito. Los ladridos del perro se alejan. Y luego, silencio.

          May-Britt oye voces susurrando. Le cuesta unos segundos despegar los párpados. Cuando lo consigue ya ha comprendido que se ha mareado. Le asusta la desorientación más que el haber perdido el conocimiento. Sabe lo que eso significa, lo ha visto centenares de veces en su laboratorio. Primero desorientación, pérdida de memoria y luego el vacío.

          —Tiene mucha fiebre señora, no se mueva —le dicen los dos jóvenes samaritanos que se han acercado para ayudarla —. Ya hemos avisado una ambulancia, está a punto de llegar. No se mueva.

          Uno de los chicos le toma de la mano. Höor descansa su cabeza orejuda en su muslo en silencio. May-Britt vuelve a desvanecerse apoyada al cristal del aparador.

 

Se despierta en una estrecha cama de hospital. Una enfermera está trajinando en la botella de suero.

          —La doctora viene enseguida—dice amablemente.

          May-Britt responde con una mueca que aspira a ser sonrisa. La enfermera sale de la habitación al tiempo que entra la facultativa.

          —Como se encuentra señora Moser. Soy la doctora Filippa Amundsen.

          —Es alzhéimer, ¿verdad? —se apresura a preguntar May-Britt.

          —Oh, ¡no! —desmiente la doctora—. Ha sido una grave infección de orina que empezaba a afectar al riñón —aclara—. Ha sufrido una mala experiencia debido a la fiebre. No se preocupe, está reaccionando rápido al tratamiento. En unos días podrá irse a casa.

          —Creí —dice May-Britt mientras suspira ruidosamente.

 

May-Britt Moser ganó el premio Nobel en Fisiología o Medicina en el 2014, junto al que era por aquel entonces su marido Edvard Moser y el mentor de matrimonio, el neurocientífico John O´Keefe.

       Los Moser, doctorados en psicología, se habían propuesto averiguar cómo hacemos para recordar un episodio cualquiera de nuestra vida. Para ello es necesario conocer que acontecimiento va antes que otro. Conocer que va antes de que. La posición de nuestros recuerdos en el espacio-tiempo. Fue una buena motivación para salir de Noruega. Así, primero pasaron un par de años en el Centro de Neurociencias de la Universidad de Edimburgo, Escocia, bajo la dirección de Richard Morris y luego una temporada en el laboratorio de John O´Keefe, en Londres.

          Cuando el matrimonio Moser empezó a trabajar con John O'Keefe, él ya había descubierto en 1971 las “células de posicionamiento” —encargadas de la reproducción espacial —situadas en el hipocampo, ese órgano en forma de caballito de mar.

          El matrimonio ideó un experimento. Crearon un laberinto en el que sus ratones aprendían un circuito que los llevaba a una ansiada recompensa. Observaron que cuando el ratoncito pasaba por un lugar en concreto se le activaban muchos puntos como si fueran coordenadas en una zona del córtex entorrinal. De pronto un día se les modifica el laberinto y los ratones volvían a activar la misma zona del córtex entorrinal hasta lograr encontrar la salida.

          Los Moser descubrieron que la información podría estar transmitida por unas células que ayudaban a determinar la posición exacta y tiempo. Esos puntos de referencia permitían a los animales saber dónde estaban, dónde estuvieron y a dónde tenían que dirigirse.  A estas células se las llamó "grid cells" o "células cuadrícula"

          El matrimonio Moser descubrió cómo se relacionan las “células de posicionamiento” de John O'Keefe con sus “células cuadrícula”. Estas últimas recogen la información del ambiente en la corteza entorrinal y envían la velocidad, la posición y la dirección al hipocampo (con sus células de posicionamiento). Y estas interpretan los datos para poder situarse en un entorno determinado o nuevo. Todo esto con ratones, pero es que con humanos ocurre exactamente igual.

       Aprovechando operaciones de cerebro abierto se pudo relacionar la enfermedad de alzhéimer con el deterioro de estas zonas. Los primeros síntomas son desorientación y la facilidad para perderse. 

          También con pacientes con epilepsia operable se aprovechó con realidad virtual(gafas) y se comprobó que estas células funcionan exactamente igual. 

La misión de las “células cuadrículas” es orientarnos. También están relacionadas con impulsos sensoriales. Este es el motivo por qué un olor o un sabor nos transporta a otro tiempo y a otro lugar. Son nuestro GPS interno. 


Con esta entrada participo como #polivulgador en @hypatiacafe con el tema #PVneurociencia 

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