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Tal vez solo fue culpa de una sola molécula de oxígeno

 


En 1999 el restaurante de Pepe se había convertido en su cuartel general. Delante el café de la sobremesa surgía siempre el mismo apasionado debate. ¿Qué nos hace ser como somos, los genes o la cultura? ¿Gen o ambiente? Y ese día decidieron averiguar, en lo posible, quién tenía razón e idearon un experimento que las llevaría a unos resultados, si no extraños, inesperados. Antonia es bióloga molecular y Marta ingeniera informática.

     —Muy fácil —asevera Marta —: Si se quiere saber qué características de nuestra forma de ser son atribuibles a los genes y qué parte no lo es, lo mejor que podemos hacer es estudiar a dos personas exactamente con los mismos genes (gemelos monocigóticos) que, sin embargo, se hayan criado en ambientes diferentes. ¿Estamos de acuerdo? —interpela.

      —Si, y si recopilados todos los estudios no se ha podido llegar a ninguna conclusión. 

      —Pues, ¿qué te parecería si se pudiera hacer en el laboratorio?

      Marta entorna sus ojos verdes socarrona, mientras espera la respuesta de su amiga. Consciente de estar intensificando la curiosidad de Antonia, que finalmente asiente con la cabeza alentando a que siga argumentando.

     —Imagínate dos clones a los que se les controla toda su interacción con el ambiente por separado —expone Marta —. Temperatura, luz presión, etc. Si todo es genético evolucionarán exactamente igual, ¿no?

      —No es tan fácil —dice Antonia pensativa jugando con el envoltorio del azúcar.

      —Si lo hacemos bien, si somos rigurosas como ha de ser, resolveremos algunas dudas —contesta Marta mientras inmoviliza los inquietos dedos de Antonia que levanta la cabeza del sobrecito y la mira. 

     —Podemos intentarlo, será divertido —asiente Antonia al fin—. Y si no resolvemos nuestras dudas, tal vez, nos cree otras que nos ayuden a visualizar el camino a seguir. 

      Intercambiaron intensas miradas de complicidad y se pusieron manos a la obra organizando el modus operandi. 

      A la semana siguiente Antonia eligió a un sano y precioso ratón albino Mus musculus al que llamaron Pepa, en honor al restaurante en el seno del cual nació el proyecto. Le extrajo dos células epiteliales y de ellas el ADN. Luego, transfirió ese ADN a un óvulo, al que se le había extraído su propio núcleo con el ADN original. Toda la operación la hizo meticulosamente exacta y nacieron dos preciosos clones de Pepa, a las que nombraron Pepita y Pepi.  Luego, las ubicaron en dos jaulas exactamente iguales asistidas por un ordenador, que habían construido entre las dos. 

      Por su lado Marta había creado un algoritmo para controlar cada una de las variables ambientales en las jaulas: temperatura, luz, presión, oxígeno, ruido; los horarios de la comida, de la bebida, de la limpieza. Esta última se hacía automáticamente, nadie ni nada podía tocarlos. La red neuronal controlaba también, los alimentos y el agua que bebían. Diariamente se pesaban sus cuerpecillos, los excrementos y los orines, y estos se analizaban a diario. La única incógnita era el escrito aislamiento, la falta de contacto con seres de su propia especie. Sin embargo, al estar las dos en las mismas condiciones, éstas tendrían que generar los mismos cambios, fueran los que fueran.  

      Así durante meses. Pepita y Pepi evolucionaron a la par, sin diferencias en sus cuerpos ni en su comportamiento, hasta el día que decidieron levantar la placa de metal que separaba los cristales de las dos jaulas y pudieron ver a su semejante por primera vez.

      Las dos clones se miraron con desconfianza, intentaron husmear a través del cristal, oscilaban entre el miedo y la curiosidad, como en un baile ritual,  las dos exactamente igual. Sin embargo, poco a poco, Pepi desarrolló una ansiedad desmedida llegando a autolesionarse. Primero contra el cristal que les separaba, luego con el cubilete del agua. 

      Antonia y Marta volvieron a comprobar todos los protocolos, todos los apuntes, para encontrar alguna diferencia en la crianza.

      —¿Entonces, tenemos que pensar qué pesa más el gen? —preguntó con el ceño fruncido Marta qué era partidaria de la superioridad de la cultura. 

      —Bueno, sabíamos que era muy difícil monitorizar todas las variables ambientales. Unas no las controlamos bien y otras ni siquiera sabemos qué existen—argumentó Antonia —así que creo que no podemos afirmarlo. 

      Antonia adujo que también había que tener en cuenta el componente azaroso de las moléculas de ADN flotando en las células, como hacen las hojas que flotan sobre un caudaloso río, incluyendo las moléculas que regulan la transcripción de los genes y su expresión, lo que es posible que el azar determine muchos procesos. Tal vez, una simple molécula de oxígeno, de más o de menos, en la célula el día en que extrajo el ADN engendró una minúscula diferencia con consecuencias inesperadas. Como la metáfora sobre la teoría de la complejidad, en la que el aleteo de una mariposa puede llegar a provocar un huracán en el otro extremo del mundo. 

     —Es decir, que los genes son muy importantes, pero el entorno resulta crucial para que determinados genes se expresen y el cómo lo hacen. 

      Realizaron el experimento repetidas veces, cada vez con más obsesión por controlar el entorno, pero nunca llegaron a saber lo que había ocurrido. 

 

Esta fantasía está inspirada en un experimento real de 1999 cuyos resultados se publicaron en la revista Science con el título; «Genetics of Mouse Behaviour: Interactions with Laboratory Environment»

Por si queréis saber más https://science.sciencemag.org/content/284/5420/1670.abstract

 

Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe con el tema #PVmoléculas. 

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