Vacunación de Niños, de Vicente Borrás Abellá. 1900 |
Mientras me documentaba sobre la expedición Balmis, que en 1803 cruzó el océano atlántico para inmunizar contra la viruela a los niños de América, encontré un reportaje de 2003 en donde se informaba del homenaje que A Coruña dedicaba a los integrantes de la travesía en el centenario de su partida.
Sorprende lo complejo
que era vacunar en el siglo XIX en contraposición con la facilidad con que lo
hacemos hoy. Es la comodidad de una simple inyección epidérmica en contraste
con la inoculación del virus vivo. Por aquel entonces solo se podía optar a la
inmunidad a través de la inoculación del virus. El virus se mantenía fresco en
contenedores vivos que en el caso que nos ocupa fueron veintidós niños.
(primero fueron vacas, de ahí el origen de la palabra vacuna,
buscar información sobre E. Jenner)
Por otro lado, el
homenaje consistió en colocar en los museos de la ciudad placas con los nombres
y las edades de los veintidós niños que llevaron la vacuna de la viruela a
América. Me sorprendió lo jóvenes que eran y que se conocieran todos los
nombres y edades excepto el de un niño que se cree murió en la travesía. Esta
particularidad encendió mi imaginación y escribí este cuento sobre lo que pudo
pasar con ese niño.
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Me repetía a mí misma que había tomado la mejor decisión posible. Sin embargo, verlo allí en ese rincón oscuro y húmedo de la bodega de la corbeta María Pita, solo y tiritando, hizo que me cuestionara si había tomado la correcta.
Cuando mí antigua profesora, Isabel Zendal rectora de la casa de
expósitos de A Coruña, me propuso que partiera rumbo a América para ayudarla a
cuidar a los veintidós niños reclutados, me lo tomé como una oportunidad.
Estaba soltera, sin familia que dependiera de mí y la profesión de enfermera me
proporcionaba la suficiente independencia, como para planteármelo seriamente.
No obstante, no me parecía del todo correcto usar a niños de portadores del
virus. En consecuencia, Isabel mujer inteligente y decidida, quiso que
comprendiera en profundidad en qué consistía la expedición y que conociera la
situación antes de tomar una decisión. Por lo cuál, a los pocos días me
presenté en el orfanato.
Manuel no debía de tener
más de dos años cuando lo vi por primera vez en el hospicio. Era delgaducho,
iba vestido con harapos llenos de lamparones, tenía unos ojos saltones, rizos
oscuros y una sonrisa adorable. En realidad, ninguno de los críos superaba el
noveno año de vida. Estaban bien cuidados, sin embargo, sus miradas reflejaban
desamparo.
Nos sentamos en dos
butacones colocados estratégicamente cerca de la chimenea encendida. El
despacho de Isabel era acogedor y ordenado a pesar de la cantidad de documentos
apilados sobre el escritorio y en las estanterías.
—Verás, Mariana—me dijo
Isabel —, se ha desatado una epidemia de viruela de grandes proporciones en el
virreinato de Nueva Granada. La situación es dramática, dicen que los cadáveres
se amontonan en las calles. El propio rey Carlos IV tiene especial interés en
esta expedición. Conoce de primera mano la crueldad de la enfermedad. Hace poco
se llevó a la tumba a su hija María Teresa y a su hermano Gabriel.
—Entiendo. Además, debe
proteger los intereses de su inmenso imperio y su patrimonio en las colonias de
ultramar —asentí asegurando de no dejar escapar ningún mohín que delatara mí
opinión al respecto—. Cuénteme, ¿cuál va a ser la estrategia? — proseguí.
—La idea propuesta por
los doctores Balmis y Salvany es inocular cada nueve días a dos niños con las
pústulas de sus compañeros infectados, para así mantener vivo el virus hasta
llegar a Puerto Rico. Luego, se enseñará a inocular el virus y se irá vacunando
a niños oriundos de los lugares por los qué vayamos pasando y así llegar a
proteger a los habitantes de los rincones más inhóspitos del imperio.
De pronto, noté qué algo
caliente y húmedo acariciaba mi mano que colgaba alicaída del antebrazo de la
butaca. Era la diminuta mano de Manuel qué sin saber de dónde había salido me
miraba exhortante.
— ¡Manuel! No molestes a
la señora. Vete a jugar con los demás niños, ¡anda! —ordenó Isabel.
—No, déjele. Es
adorable.
Acaricié la cabeza
polvorienta del pequeño para luego tomar su manita entre la mía. Y así nos
quedamos.
—¿Y los niños? —pregunté
—¿qué será de los niños?
— Por ellos te pido qué
vengas conmigo y me ayudes a cuidarlos durante toda la expedición, a
asegurarnos de qué los tratan como deben y qué les proporcionan una familia de
adopción en condiciones tal como ha prometido la casa real. Creo qué será bueno
para ellos.
—Si, pero tendrán que
padecer la enfermedad que, aunque debilitada no es agradable. Luego está la
travesía, países nuevos, gente nueva, no sabemos qué vamos a encontrar allí.
Van a sufrir—dije a la vez qué me volvía hacía Manuel y le sonreía. El crío se
limitó a aferrarse con más fuerza a mí mano.
—Mariana, si no lo
hacemos lo harán otros. Al menos, nosotras haremos lo posible para qué no
padezcan más de lo estrictamente necesario.
—Si, pero no sé si me
parece justo.
—¿Y te parece justo que
estén muriendo miles de personas, cuando una simple vacuna los puede salvar?
Estos críos serán héroes y podemos ofrecerles una vida mejor de la qué tienen
aquí.
Manuel seguía aferrado a
mí mano.
—Siempre me ha parecido
un error rechazar un buen argumento a favor de corazonadas o intuiciones y este
lo es. Pero en este caso, si obedezco a la razón, no puedo evitar pensar en qué
se cometerá una tremenda injusticia con los niños.
—Vale, pues entonces
dejemos morir a miles. ¿Eso no te parece también una injusticia?
Isabel tenía toda la
razón, se mire por donde se mire. Era el riesgo de arruinar la vida de
veintidós niños contra una muerte segura de miles de personas inocentes. Así
qué decidí ir y ayudar.
Durante los cuatro meses
siguientes nos ocupamos de la organización y de la intendencia. Además, yo me
iba familiarizando con los niños y sus posibles necesidades futuras.
El treinta de
noviembre de 1803, la esbelta corbeta María Pita, capitaneada por el
teniente de fragata Don Pedro, esperaba en el puerto de A Coruña lista para
partir a las Américas.
Después de subir mí equipaje y
organizado mí camarote decidí ir a ver cómo estaban los niños. Y
tranquilizarlos si era menester.
La bodega era
suficientemente grande y la acondicionamos cómo dormitorio común. Había espacio
para todos, pero era lúgubre. Habían de permanecer allí tres meses que es lo
que se tardaba en llegar. Me quedé a solas con ellos. Parecían tranquilos. Eran
fuertes y les habíamos contado en qué consistía el viaje y el porqué ellos eran
importantes. Héroes, qué el mismísimo rey compensaría cuando todo hubiera
terminado.
Allí estaba Manuel
sentado en un enorme catre. Verlo en ese rincón oscuro y húmedo, solo y
tiritando, hizo que me cuestionara si había tomado la decisión correcta.
Me acerqué. Él sonrió
con timidez al reconocerme. Lo abracé. Sentí su olor lechoso, no hacía mucho
qué había dejado de ser un bebé, y me invadió la ternura. Mis piernas se
aflojaron. Fue puro instinto. Lo tomé de su manita y lo arrastré. Subimos por
escaleras, andamos ligeros por laberínticos pasillos hasta llegar a cubierta.
Corrimos por la pasarela esquivando bultos y marineros y no dejamos de correr
hasta llegar a mí casa.
Pasaron los meses y las
noticias qué nos llegaban del otro lado del mar eran esperanzadoras. La
expedición estaba siendo un éxito. Sabía qué Isabel cuidaba de los niños y eso
apaciguaba mí culpa. No obstante, todavía ahora, lo qué percibí en sus rostros
el día que los abandoné, me impide respirar con normalidad en mis pesadillas
nocturnas.
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Durante aquel viaje se inmunizó a miles de niños. Se calcula que la expedición de Balmis salvó directamente a aproximadamente
a un cuarto de millón de personas. Además, sentó las bases para la
universalización de la vacunación. Gracias a ello, podríamos hacer otro cálculo
y decir que la expedición Balmis —y los
esfuerzos de los qué le siguieron—han salvado a cientos de millones de
personas.
La solución de reclutar
a 22 huérfanos para que actuaran como hospedadores del virus, hoy, sería
éticamente inadmisible. Es cierto que la inoculación del virus era segura, pero
las consecuencias psicológicas que supuso para los pequeños, así como el trato
qué recibieron al terminar el viaje qué no fue el prometido, son del todo
censurables.
El paso de la viruela,
Variola virusa, causaba la muerte a una tercera parte de los infectados, a otro
tercio los dejaba ciegos y a los más afortunados con horribles cicatrices. La
viruela es la primera enfermedad que se ha erradicado gracias al descubrimiento
de su vacuna. La vacuna, posiblemente, sea una de las mayores revoluciones de
la humanidad.
Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe
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