En algún momento de nuestra historia debió surgir una fuerte discordancia entre dos formas de entender el mundo. ¡Hay muchas! —me diréis— Si, las hay, claro qué las hay, pero de las que quiero hablar llevan siglos enfrentándose, o quizás milenios, y el reflejo de la batalla, desgraciadamente, está resurgiendo en nuestros días. Es un tema que me apasiona y del qué siempre deseo hablar con el fin de comprenderlo en profundidad. Así qué esto va a ser un poco un ejercicio personal.
Me
imagino en la orilla del mar de una playa cualquiera, sentada sobre la cálida
arena dejando que las olas me hagan cosquillas en los pies. Me agrada sentir
cómo mi cuerpo se va hundiendo despacio en la arena al retirarse la ola.
Contemplo el horizonte donde el cielo está sobre mí cabeza y debajo de él está
el mar, y la tierra.
Cierro
los ojos y viajo al pasado. Me imagino a un sapiens arcaico sentado a mí lado
pensativo. Lo que le muestran sus sentidos, como a los míos, es un mundo
formado por el cielo, en forma de bóveda, sostenido por la tierra que está
abajo. Entonces, parece lógico preguntarse, ¿qué aguanta nuestra Tierra?
Todas
las civilizaciones resolvieron esta cuestión de forma muy similar. Unas, que
debajo de la Tierra, para qué no se cayera, tenía que haber más tierra, hasta
el infinito. En algunos mitos asiáticos la sostienen elefantes sobre una enorme
tortuga. En la biblia se mencionan gigantescas columnas qué sostienen nuestro
mundo. Estas imágenes las comparten civilizaciones como la egipcia, la china,
la maya, la India, África negra, los hebreos de la Biblia, los indios de
América, los antiguos imperios babilónicos y el resto de las culturas de las
que tenemos noticia. Todas menos una: la civilización griega.
Ya
en la edad clásica, los griegos se imaginaban la Tierra como una gran roca
suspendida en el espacio. Por debajo de la Tierra no había ni tierra, ni
tortugas, ni columnas, solo el cielo. ¿Cómo intuyeron los griegos qué la Tierra
flota en el espacio? ¿O que sigue habiendo cielo debajo de nuestros pies?
En
todas partes he leído que ocurrió algo hace veintiséis siglos en la ciudad
griega de Mileto, en la costa occidental de la actual Turquía. Unos hablan de
que ese algo fue gracias al genial Tales, su fundador, otros hablan del polifacético
Anaximandro. Sin embargo, como esto es un ejercicio personal, diré que no creo
en héroes ni en genios individuales. En ninguno. Más bien, los cambios
profundos, los descubrimientos, la música más exquisita y las obras de arte más
bellas surgen en ecosistemas complejos que abonan el terreno para que emerja
alguien o algo qué rompa las reglas y nos haga progresar o adquirir
conocimiento. Lo equiparo un poco a la evolución biológica, que sin interacción
con el ambiente no puede existir vida —pero es solo mí opinión.
Sigo
viajando por el pasado y esta vez me lleva a Mileto en el siglo VI antes de
cristo. En una pequeña ágora donde se reúnen maestros y alumnos para debatir
sobre poesía, política, negocios y filosofía, además de pasarse horas en el
gimnasio. Como en cualquier escuela se comparten argumentos, se mezclan ideas y
se juega. Se amasan conocimientos. Fue allí donde ese algo se fraguó a fuego
lento y cambió la ruta de nuestra historia.
En
la escuela de Mileto se exploraron con pasión nuevas maneras de pensar el
mundo. Maneras qué no les llevó a certezas, sino todo lo contrario, a la
conciencia de la magnitud de su ignorancia. Dudaron de lo que creían saber, por
lo qué empezaron a preguntarse cómo podrían conocer realmente como funciona la
naturaleza.
En
algún momento debió hacerse patente la discordancia entre los hechos y las
creencias. Esa discordancia debió llevar a un nuevo tipo de pensamiento,
fluido, en constante evolución que tiene una fuerza enorme, una magia sutil que
es capaz de alterar radicalmente nuestra visión del mundo. Por supuesto, estoy
hablando del pensamiento científico.
En
la escuela de Mileto se transformó la visión del mundo. Se pasó de una caja
cerrada por la parte de arriba por el cielo y por la parte de abajo por la
Tierra a un espacio abierto en el qué la Tierra flotaba.
Cuando
me pregunto cómo debió ser la primera manifestación del pensamiento racional de
la naturaleza me lleva a preguntarme también por el saber anterior. El saber de
donde nació este pensamiento y del cual se diferenció y contra el qué se rebeló
y se rebela todavía. En Mileto se dio vía libre a un enorme conflicto entre dos
formas de conocer profundamente diferentes. Por un lado, un saber nuevo acerca
del mundo, fundado en la curiosidad, en la rebelión contra las certezas y, por
tanto, en el cambio. Por otro, el pensamiento entonces dominante,
místico-religioso fundamentado en certezas qué no pueden ser puestas en
discusión. Esta discordancia ha atravesado la historia de nuestra civilización
con victorias y derrotas de uno y otro.
Faltaba
todavía mucho para que surgiera el método científico como lo entendemos hoy.
Ningún componente de la escuela intentó siquiera apoyar sus observaciones e
intuiciones con experimentos, sin embargo, en la escuela de Mileto se volvió la
mirada hacia la naturaleza y se empezó a alejarse de los Dioses.
Hoy,
parece qué el conflicto entre las dos formas rivales se abre de nuevo. Muchas
voces, con orígenes políticos y culturales muy diferentes, cantan de nuevo al
irracionalismo y a la primacía del pensamiento religioso. De ello se palpan
claros signos. Parece como si fuera mejor tener certezas falsas que
incertidumbres.
En
conclusión, en la costa Jónica, hace veintiséis siglos, algo inició una nueva
senda para la humanidad. Una gigantesca revolución que dio paso a la física, a
la química, a la astronomía, disciplinas que nacieron de la curiosidad y del
movimiento de las ideas. Sin lugar a duda, algo ocurrió en Mileto.
Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe sobre #PVDiscordancia
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