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Mujer y coja

 


Con tan solo veintiún años, Mila ya había endurecido su carácter. Sabía que su pasión y maestría por las matemáticas la aislarían del mundo. Y que durante toda su vida tendría que lidiar con el obstáculo de ser mujer, además de cojear de manera ostensible debido a una artritis congénita.

    Su coraje no la protegió de la tribulación del primer día de clase en la Escuela Politécnica de Zúrich, una de las pocas universidades que aceptaban mujeres en la Europa de 1896. 

    Decidió dar un paseo desde el piso que compartía con otras estudiantes. Mientras se fue acercando, la universidad le pareció cuatro veces más grande que la de su país, Serbia, en donde su padre solo pudo conseguir que la dejarán asistir a las conferencias de física que estaban reservadas únicamente para hombres. La universidad estaba vedada a las mujeres.

    Sonrió de placer al pensar que pronto podría acceder a todo el conocimiento albergado en esos majestuosos muros.

    Quiso subir las escaleras de la entrada corriendo cuando advirtió que temblaba, sabía que eso haría más visible su cojera. Se sentó en un banco del hall, respiró hondo, abrazó el dossier que llevaba y esperó a controlar el tembleque. 

    Volvió a respirar en profundidad y se levantó. Siguió abrazada con fuerza a la gruesa carpeta y se acercó a un joven.

    —Disculpa, ¿por dónde voy para llegar al aula nueve? —preguntó al retraído estudiante que se alejó de ella mirándola como se mira a un ser de otro mundo.

    —Disculpa, ¿dónde está el aula nueve? —volvió a preguntar a otro estudiante que tardó en reaccionar.

    —Sube por esas escaleras de la derecha hasta el segundo piso, la encontrarás a tu izquierda— y se fue sin que Mila pudiera darle las gracias. 

    Una vez delante del aula miró sus manos que titilaban. No había tiempo para miramientos, así que tiró de la manilla y entró. 

    Seis hombres jóvenes hablaban desenfadadamente en un rincón del aula. Al oír que se abría la puerta se volvieron todos a la vez para ver quien era. El silencio se materializó e impidió, por un segundo, que Mila pudiera avanzar. El corazón le latió con fuerza.

    —Buenos días, caballeros. Mila fue entrando con la cabeza alta, una sonrisa y traqueteando hasta sentarse en una mesa cerca de la tarima del profesor y lejos de sus nuevos compañeros.

    —Buenos días— respondieron los seis al unísono siguiendo con la mirada a Mila. Uno de ellos dijo: —Estás en el aula de matemáticas para física.

    —Lo sé. 

    Seguidamente, surgió lentamente un suave murmullo entre los seis. 

    Mila se imaginó lo que debían estar cuchicheando. Le incomodó, claro, pero no le importó. Su determinación la escudaba de los prejuicios y la estupidez.  

    Cuando llegó el profesor, saludó y disertó con habilidad. Mila abrió su carpeta sobre la mesa y sacó el lapicero. Se fue sintiendo cómoda al concentrarse en la clase y olvidó a sus compañeros. La curiosidad e imaginación la aguijoneaban a cuestionar, a preguntar. Lo hacía con la naturalidad que le daba estar profundamente convencida de lo que decía. Sus compañeros compartieron también sus dudas y argumentos. La primera clase de Mila resultó tremendamente estimulante para todos.  

    A los pocos días, los alumnos fueron olvidándose de su condición de mujer y coja. Empezaron a verla como a una igual y en pocos meses uno de ellos, se sintió tan atraído por su imaginativa mente analítica que se enamoró de ella.

    Ese chico de rizos negros y bigote a la moda se llamaba Albert Einstein. 

 


Mileva (Mila para los íntimos) y Albert iniciaron una compleja relación sentimental e intelectual que duró hasta su divorcio en 1919.  

    Fruto de esa relación nacieron tres hijos. La mayor, Lieserl, nació antes del matrimonio. No se sabe que fue de la bebé, si la dieron en adopción o murió prematuramente. 

    Cuando en 1912 Mileva descubrió la relación paralela que Albert mantenía con su prima Elsa Löwenthal, estalló la guerra en casa. Hogar qué ya tambalea con anterioridad.

    Albert exigió a Mileva una serie de condiciones para no divorciarse de ella. Como, por ejemplo: “tendrás que encargarte de que mi ropa esté ordenada y de que me sirvan tres comidas al día en mi habitación”; “renunciarás a toda relación personal conmigo, excepto cuando lo requieran las apariencias sociales, y no esperarás ningún afecto por mi parte”. Mileva no aceptó y abandonó, junto a sus dos hijos, la casa de ambos. 

    Se divorciaron oficialmente en 1919.  Mileva exigió una única condición: si, algún día, Albert ganaba el Premio Nobel, le daría a ella, íntegramente, la suma económica del galardón. En 1921, Albert Einstein recibió el Nobel de Física y, tal como se acordó, entregó el premio económico a Mileva, no sin reticencias. 

    En 1989 se hicieron públicas 43 cartas que intercambiaron Mileva y Albert durante su relación. Sorprendió ver que, en las misivas, los dos se referían a “nuestro trabajo”, “nuestro artículo” o “nuestro punto de vista” cuando hacían referencia a las investigaciones que luego Einstein publicó solo con su nombre. 

    En una carta datada en 1901, Einstein se refiere a “nuestra teoría del movimiento relativo” y, en otra, Mileva le cuenta a una amiga “hace poco hemos terminado un trabajo que encumbrará a mi marido”.

    Cuando juntamos todos estos hechos se llega fácilmente a la conclusión de que Mileva podría haber sido la madre de la teoría de la relatividad. 

    Entonces, se desencadenó un acalorado debate sobre la posible coautoría de Milena en la obra de Einstein. Sobre todo, en lo referido a las demostraciones matemáticas. 

    La controversia sigue. Tal vez no lleguemos a saberlo nunca, porque los únicos qué podrían confirmar o desmentir los hechos son ellos dos y ya no están.

    De todas formas, creo que no tiene ninguna importancia. En primer lugar, la ciencia no la hacen individuos solitarios, por mucho que hayamos encumbrado a algunos a genios. Los genios emergen de la complejidad con la que interactúan en el contexto que les ha tocado vivir, de una lotería genética ventajosa y de todo el conocimiento acumulado a través siglos.

    Y en segundo lugar, no importa si Mileva contribuyó o no a crear las teorías de Einstein. Solo el obstáculo de ser mujer y además cojear ya la posicionó en desventaja. Por ello, prefiero pensar que, si lo hizo, que las matemáticas de las leyes de Einstein son de Mila. Y si no lo son, de alguna manera, haré un poco de justicia a tantas otras mujeres, que desconocemos por completo, y que de seguro contribuyeron al conocimiento y borradas de los libros de historia. 

    La mayoría no tuvieron la suerte de encontrarse con un Pierre Curie que se atrevió a reconocer públicamente la valía de Marie Curie.


Con este relato participo como #polivulgador de @hypatiacafe  sobre #PVobstáculos

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