El mes pasado lo vi en la
calle, debía ser un miércoles porque es cuando visito a la abuela en la ciudad.
Lo distinguí de lejos acompañado de una de sus hijas pequeñas, permanecían
delante la tienda nueva de juguetes que abrieron en verano. Crucé la vía para
verlo mejor y descubrí a un hombre atractivo a pesar de su edad, de cara
redonda, enmarcada por grandes
patillas canosas, bombín negro y traje de paño gris un poco arrugado. La niña
le decía algo y se agachó para oírla mejor mientras acariciaba su cabecita.
Entonces me percaté de que la pequeña lloraba.
Le secó con ternura las lágrimas, se quitó el sombrero para entrar en el establecimiento y
desaparecieron. La escena me dejó una deliciosa sensación de intimidad.
Nos han invitado a tomar el
té en la casa grande y voy a conocerlo. Me tiemblan un poco las piernas, espero
tener la oportunidad de hablar con él.
Hannah, una amiga de su hijo mayor, William, me contó que se pasa el día paseando por el enorme
jardín familiar, recogiendo plantas y bichos que luego disecciona y dibuja
meticulosamente. En las paredes de su despacho tiene una impresionante
colección de plánctones que fue dibujando durante sus viajes.
Alejado de la casa, está el
que llaman el laboratorio. Su mujer, Emma, no se acerca nunca por
allí; dice que huele a putrefacción. No comprende
cómo puede pasarse tantas horas allí dentro rodeado de porquería y animales
muertos. Por lo visto, cuando estudiaba en Cambridge aprendió el arte de la
taxidermia de un esclavo liberto, oficio que enseñó a Eugene, su ayudante. Este
hierve los cadáveres y los deja limpios de carne para que él, luego, compare
las características de los esqueletos que anota y dibuja en centenares de
libretas pulcramente organizadas y numeradas.
Ahí está, sentado en el sofá
orejero del salón. De cerca se entrevé a un hombre bondadoso, algo distante. Me
pregunto si es él quien
toca el piano que hay al fondo de la estancia. Frente
despejada que anuncia calvicie, pobladas cejas blancas, manos rudas como las de
los campesinos, el mismo traje gris oscuro,
algo arrugado. Está pálido. Dicen que cuando trabaja demasiado se angustia tanto que
enferma. El peso del descubrimiento no ha de ser fácil de sobrellevar.
Una vez hechas las
presentaciones y servido el té, es el momento de preguntar.
- Disculpe mi atrevimiento,
señor, pero me gustaría que me explicara el
porqué de tanto revuelo. ¿Tuvo usted una revelación o algo así?
Me regala una sonrisa complacida y pienso que tal vez me he
excedido con mi entusiasmo.
- No, no ha sido
una revelación. Las ideas no surgen de repente como por arte de magia, se
forjan lentamente. Se requiere curiosidad, tesón, inquietudes como las suyas, querida señorita. Y mucho tiempo. A veces se necesitan varias generaciones para
comprender.
- ¿Comprender el qué?
Su semblante se ensombrece un poco mientras sopesa sus palabras.
-Antes de contarle con todo detalle
en qué consiste, deje que le diga que las consecuencias de ello hacen temblar
los cimientos de todo en lo que hemos creído hasta ahora. Que me ha sido muy
duro tener que cuestionar los cimientos en la que se ha construido nuestra
cultura, pero que la evidencia es indiscutible. No podré terminar de demostrarlo,
pero no importa, otros lo harán por mí.
Y siguió:
-Ya conocía algunas teorías sobre
evolución. Mi abuelo
hablaba de ello, y también Lamarck pensó sobre el asunto. Por aquel entonces ya
era obvio que las especies cambian, que se transforman, pero no se sabía cómo o
porqué lo hacen. Yo solo he contribuido con ese “como”: Un mecanismo que he
llamado selección natural.
- ¿Qué es la selección natural?
Si queréis saber en que consiste la evolución, y su método la selección natural de una manera rigurosa y amena, os recomiendo el libro de Richard Dawkins "Evolución"
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