Esa mañana de noviembre hace más frío que de
costumbre. A Dorothy le parece que sus pies se quiebran a cada paso como el
hielo que pisa. Miles de alfileres se retuercen en sus articulaciones desde
hace tiempo. Sin embargo, ya bajo la majestuosa puerta del museo de Ciencias
Naturales de Oxford, saluda al bedel uniformado y entra con paso firme.
Lo
primero que hace Dorothy al llegar por las mañanas es pasearse por las
interminables salas del museo hasta alcanzar el pequeño sótano donde le
permitieron instalar el laboratorio. Siempre le invade la emoción al contemplar
la elegante arquitectura de la sala principal. Majestuoso espacio diáfano con
vidrieras sostenidas por esbeltas columnas de piedra. Un castillo con techos de cristal repleto de
esqueletos de seres que desaparecieron hace milenios. Le impresiona el tamaño.
Se ríe, a ella le gusta lo pequeño, lo que no podemos ver a simple vista.
Lleva
años recorriendo el museo y cada cierto tiempo cambia de trayecto. Ese día, ya
cerca del laboratorio, en un almacén cerrado al público, centra su atención en
cajas repletas de huesos amarillentos y porosos que huelen a humedad reseca y a
polvo. Fémures, tibias, vértebras, costillas y huesecillos que Dorothy lamenta
no saber dónde ubicar. Restos humanos con historias que contar, esperando pacientes
a que los descifren enumeren y archiven.
Sin
proponérselo, en ese almacén del pasado, Dorothy viaja en el tiempo hasta su
infancia durante unas vacaciones en Sudán, donde su padre trabajaba como
arqueólogo y su madre como botánica, sin sueldo, para el ministerio de
educación británico. Fue en Sudán donde empezó todo, recuerda.
Otra
vez ese dolor oscuro le quema las extremidades. La obliga a sentarse en
una silla desbaratada y polvorienta. Suelta una grosería. Masajea sus manos
deformadas. Respira hondo. La rabia asoma por su entrecejo, pero la contiene.
Estira una pierna y hace rotar el pie, que empieza
a verse deformado. Luego, la otra pierna y el otro pie. Mientras, se sujeta
en una de las cajas que hace tambalear removiendo el osario del interior. El
ruido le recuerda el sonajero de su hijo pequeño, al que ha dejado en casa con fiebre.
Maldice con voz ahogada a ese Dios en el que no cree.
Ahí
sentada, se fuerza a recordar a la niña que fue con doce años, aquellas vacaciones,
visitando a sus padres en Sudán. Ese país seco y caluroso que tanto amó la
familia. Todos los días acompañaba a sus padres a la excavación. No le
permitían bajar al foso, pero le daban piezas sin demasiado valor para que las
limpiara y las etiquetara con la fecha y el lugar exacto donde se habían
encontrado. Hacía el trabajo sentada en el suelo, con un pincel, papel, lápiz y
tiza.
Se le
escapa una sonrisa ladeada. Piensa que a sus tres hijos les gustaría Sudán.
Un
día, cerca del foso de la excavación, medio sepultada en la dura tierra rojiza,
vio sobresalir una piedra negra en la que se reflectaban los rayos del sol con
intensidad. No era demasiado grande, con esquinas talladas como las de una
falla en miniatura. Un precioso cristal. Recuerda, cómo la emoción se apoderó
de ella mientras fantaseaba haber hecho un gran descubrimiento. ¡He encontrado
una reliquia de una civilización antigua con poderes mágicos! Recuerda haber
gritado a todo pulmón, y sonríe. Más tarde descubriría que magia si tenía, pero
no de la naturaleza que se imaginó entonces.
Un
amigo de la familia, allí en Sudán, viendo el interés de la niña por el
cristal, le trajo un sencillo equipo de química para análisis de minerales.
Resultó ser una ilmenita. Fue toda una revelación. Desde entonces le fascinan los minerales y las formas
geométricas de sus estructuras cristalinas. Si, desde entonces, dice en voz alta.
Ya
de vuelta en Inglaterra, en el colegio de Londres, llevaba siempre consigo la
piedra ilmenita en el bolsillo de la bata del uniforme. Y en casa se encerraba
en el ático calentando soluciones con un mechero para crear cristales de sulfato
de cobre y aluminio, que son de un intenso azul. Cómo le gusta ese azul. Luego
su madre le regaló el libro de William Bragg, donde descubrió fascinada que no
solo podía ver el exterior de los cristales, sino también su interior, su
composición, los átomos.
Dorothy
se levanta de la silla para seguir con el recorrido. Todavía es temprano, pero
no tardará en llegar el equipo al laboratorio. Hay mucho que hacer. Se mira sus manos deformadas que le recuerdan a las de una anciana. A
veces, el dolor de manos y pies es insoportable. No puedo quejarme, piensa, he
de parecer fuerte por solo el hecho de ser mujer. Se angustia. Le desespera
pensar en el día que su enfermedad no la deje seguir con su trabajo. Ya ahora,
con tan solo treinta y cuatro años, le cuesta mover con precisión las ruedecillas
de los microscopios de rayos X. Y si se dejara llevar, cuando escribe, su letra
se deformaría al paso que lo hacen sus dedos.
Ya saliendo del almacén de huesos fija su
atención en una estantería llena de cráneos. Cuencas vacías que recuerdan lo
breve de nuestra estancia, y nuestra ceguera. Se fija con detenimiento y le llama la atención que la mayoría de esos cráneos están agujereados o
deformados por infecciones, como la otitis o la sífilis. Cuánto dolor, piensa.
Y se siente afortunada por haber nacido en 1910. Que Fleming haya dado ya con
la penicilina, y que ella disponga de muestras en su laboratorio.
Reacciona.
¿Qué haces, Dorothy, lamentándote? Se olvida de su propio dolor y se dirige
decidida al laboratorio. No hay tiempo para ello, se dice. Urge desvelar la
estructura interna de la penicilina. Cuanto antes consiga dar con ella, antes se
podrá sintetizar, en vez de extraerla del feo hongo de Fleming. Se trata
ahora de un proceso lento y caro. Hay que poder
fabricarla en grandes cantidades para hacerla llegar a los lugares más
inhóspitos de la tierra, donde la gente muere por simples infecciones, tal como
les sucedió a los dueños de los cráneos olvidados del osario en el
almacén.
Una
vez en la puerta del laboratorio se sorprende de que no haya llegado nadie.
Está todo en silencio y a oscuras. A tientas, localiza el interruptor y
enciende las luces. De golpe estalla un confuso jolgorio de voces, risas,
chillidos y gritos que la desorientan. Espantasuegras, globos, gente con gorros
cónicos a rayas y cintas de mil colores volando por el laboratorio.
—¡Feliz
cumpleaños! —vitorean a todo pulmón,
Dorothy tarda
unos instantes en reaccionar. ¡Se ha olvidado de su aniversario! La están
mirando felices sus alumnos, el equipo de matemáticos, su marido Thomas y
Georgina, que pertenece a ese nuevo y extraño linaje, los informáticos.
Conteniendo la emoción da las gracias y los va abrazando uno a uno. Mientras,
el más joven de sus alumnos, le ofrece un paquete envuelto con un gran lazo
rojo.
— Esto
es para usted —dice el chico con una gran sonrisa —. De parte de todos
nosotros.
— Gracias —dice
devolviéndole la sonrisa.
Dorothy
abre el paquete con dificultad. De dentro salen unas palancas, roscas, tornillos
y bisagras.
—¿Qué
es esto? —pregunta levantando las cejas y mirado al joven.
— Es
para adaptar el enorme microscopio de rayos X del laboratorio a sus peculiares
manos —explica el joven —. Estas palancas le facilitarán el trabajo, profesora
Crowfoot.
Dorothy reprime
la emoción y fija la mirada al suelo unos instantes. No se lo esperaba. Tampoco
esperaba haber llegado hasta aquí. Su cuerpo ha reaccionado y se saca el abrigo,
no sin antes comprobar que el cristal de ilmelita sigue en su bolsillo.
Dorothy Crowfoot Hodgkin obtuvo el premio Nobel de
química en 1964 por sus descubrimientos en cristalografía de rayos X. Fue la
tercera mujer en obtenerlo, tras Marie Curie y su hija Irene Curie. Además de
la estructura de la penicilina y la vitamina B12, obtuvo la de la insulina tras
34 años de trabajo.
Nació
en 1910 en el Cairo, donde su padre trabajaba en el ministerio de educación,
luego lo trasladaron a Sudán. Dorothy y sus dos hermanas pequeñas pasaron su
infancia viajando de Londres a distintos países africanos.
La
artritis reumatoide que le diagnosticaron a los veinticuatro años le fue
deformando las extremidades hasta dejarla en silla de ruedas. Sin embargo,
nunca dejó de investigar. Tuvo la suerte que sus padres la educaron para
realizarse como persona a través del conocimiento, no solo como esposa y madre.
Pero
¿qué es la cristalografía de rayos X? ¿cómo funciona? Y ¿para qué sirve?
Para poder sintetizar, o sea fabricar, en
un laboratorio una biomolécula como la penicilina (nuestro primer antibiótico) hay
que saber exactamente, con absoluta precisión, donde y como están colocados sus
átomos. Es decir, hay que saber como se organizan en un espacio de tres dimensiones.
Para empezar, hay que
lograr un cristal sin impurezas que puedan contaminar el resultado. En un cristal
todas las moléculas se colocan de forma ordenada formando una red. Luego, se
dispara el cristal con rayos X y se lo fotografía desde todos los ángulos, obteniendo
lo que se llama patrones de difracción. Cada foto es
una serie de puntos oscuros y zonas blancas. Para encontrar la estructura en
tres dimensiones, hay que usar complejos cálculos matemáticos que desvelan en qué
lugar exacto se encuentra cada átomo de la molécula.
La penicilina era vital
para tratar a los heridos. En plena Segunda Guerra Mundial, los más famosos
químicos andaban detrás de su composición química. Todos los recursos se
movilizaban para estudios exclusivamente de interés militar. Hasta que uno de
esos químicos pasó una muestra del antibiótico a Dorothy, que en 1945 consiguió
desentrañar su estructura, aunque por motivos militares no se hizo público hasta
1949.
Dorothy era la mejor obteniendo
patrones de difracción. Le traían muestras de todo el mundo, incluida la polémica
fotografía 51 de Rosalind Franklin. Mujer que descubrió la estructura del ADN y
que fue olvidada durante años.
La penicilina tiene diecisiete
átomos, Dorothy tardó 4 años en acceder a sus entrañas. La vitamina B12 tiene ciento
ochenta y un átomo, ocho años. Y su mayor logro, la insulina con setecientos ochenta
y ocho átomos, y treinta y cinco años de tenacidad.
Gracias! 😊
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