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Totalmente inútil

 


Llegamos a media mañana. Las cigarras anunciaban calor. Soltamos las bicicletas al lado del camino y nos dirigimos directamente al garaje. Los dos sonreímos traviesos como niños que fuimos. 

          Hacía cinco años que no ponía un pie en el pueblo. Alfredo y yo habíamos sido inseparables. De jóvenes viajamos mucho juntos y recorrimos toda África occidental.  Sin embargo, nuestros respectivos caminos nos habían separado y no solo físicamente. 

         La noche anterior, entre copa y copa, nos habíamos enzarzado en una acalorada conversación. Le propuse ir al garaje, donde de niños teníamos ubicado nuestro cuartel general, y le demostraría el sinsentido de nuestra discusión.

          —Entra y búscalo, Alfredo—le dije agarrándole del brazo.

         Al entrar, el olor a gasolina mezclada con aceite de coche, a metal y a humedad, evocó escenas de mi infancia  que me recordaron lo mucho que llegué a querer a este hombre alegre y de espesa barba, que ahora me irritaba tanto con sus argumentos. 

         —Aquí, a parte de botes de pintura, las herramientas de bricolaje de tu padre, los esquís de tu hermano y una escalera, no veo nada más —observó Alfredo.

         —Pues está —aseveré. 

         —¿Dentro de una de estas cajas de cartón, tal vez?—preguntó con sorna.

         Se dirigió a la más grande y la abrió. 

         —Pues, no. Aquí solo hay ropa vieja —comprobó—. Por cierto, esto es mío.

         Levantó, como si la fuera a tender, una camiseta de niño con el escudo del Barça. Nos reímos. 

         —Sigamos, es que es transparente,  no lo podemos ver —le dije a  Alfredo encogiendo los hombros —, pero yo te digo que está aquí. 

          —Vale, pues vamos a la cocina, tomamos harina y la esparcimos por el suelo del garaje. Cuando se mueva y camine podremos ver sus huellas.  

          —No va a funcionar porque flota, levita. 

          —Entonces, podemos pulverizar toda la estancia con este aerosol de pintura roja de coche y podremos ver dónde está—propuso mientras destapaba el bote. 

          —No podrá ser, porque es incorpóreo—esa vez, solo levanté las cejas. 

          —Pedro, quiero creer que en tu garaje hay un dragón azul, como aseguras. Y como la mitología nos ha contado que los dragones escupen fuego, puedo ir a la facultad y tomar prestadas unas gafas detectoras de infrarrojos para captar las llamas. 

         —Buena idea, pero el fuego invisible no expulsa calor. Tampoco te servirá el sensor infrarrojo —dije levantando los hombros, las palmas de las manos hacia arriba y un mohín interrogativo .

         —Ya veo, vas a impugnar cualquier prueba física que te proponga con una explicación u otra. 

        —Así es, entonces te pregunto, ¿cual es la diferencia entre un dragón incorpóreo, flotante e invisible que escupe fuego sin calor y ningún dragón? — pregunté sin esperar respuesta.

         Dado que no había evidencia de ningún dragón azul en mi garaje, argumenté que la incapacidad para invalidar mi supuesta creencia, no era en absoluto lo mismo que probar qué era cierta. Mi afirmación, de que hay un dragón azul en el garaje, se convierte en inoperante, ante la imposibilidad de ser probada o desmentida, sea cual fuere el valor artístico, filosófico o emocional, que pudiera tener para mí.

         Concluimos que el conocimiento tiene sus límites, que su mejor arma, la ciencia, los tiene, y que la discusión sobre la existencia de seres mágicos o omnipotentes, como los dioses, era totalmente inutíl. Por lo que nos comprometimos a no tocar más el tema y menos con una cerveza de más. 

         A partir de ese día nos centrarnos en cuestiones prácticas y ese mismo verano gestamos nuestro proyecto de crear una escuela de instaladores para placas solares en Níger, que está funcionando de maravilla. 

 



Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe sobre el tema #PVLímites.

Seguro que habréis reconocido a “Un dragón en el garaje” de Carl Sagan, que me he tomado la libertad de versionar. He pensado que a él le importaría.

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