20 de marzo de 1851
Me llamo Annie Elizabeth Darwin, soy la segunda hija de Emma y Charles y
hoy empiezo este diario. Escribo desde la cama; llevo días enferma. El
dos de este mes celebramos mi décimo aniversario con una pequeña fiesta que
organizó mi madre. Mi padre me regaló una bonita muñeca que duerme conmigo cada
noche. Este diario se lo dedico a mi padre al que quiero mucho; él también
tiene problemas de salud, sobre todo cuando trabaja demasiado. Desde que
regresó de Londres, donde estuvo unos días por trabajo, está muy triste. Y me
he propuesto averiguar el por qué.
21 de marzo de 1851
Mi padre acostumbra a dar largos paseos y se pierde entre sus plantas, sus
bichos y sus pensamientos. Siempre está serio, cavilando y hoy quise saber en
qué. Salí a su encuentro, a pesar de no encontrarme demasiado bien. Me gusta
sentir los primeros rayos de sol en mi rostro y me alegra el colorido de las
flores en primavera.
Encontré a mi
padre jugando con un escarabajo. Me recibió con una amplia sonrisa que iluminó
su cara.
Cómo me
gusta que me cuente su aventura en el barco, al que llama Beagle, le pedí que
me la volviera a explicar. Así que nos sentamos en nuestro banco preferido del
jardín. Me acurruqué en su regazo y él me besó en la frente mientras se
preparaba para relatar su historia.
—Tu abuelo, mi padre —empezó—, deseaba que siguiera sus pasos como cirujano y me mandó a estudiar a la
universidad de Edimburgo. Pero a mí no me gusta la medicina, la sangre me marea
y me angustia ver sufrir a los enfermos. Tu abuelo decepcionado decidió que
tenía que hacerme pastor anglicano, y me envió a estudiar teología a Cambridge.
—¡A mí también me asusta la sangre! No puedo mirar cuando Henrietta se hace
daño—dije mientras lo abrazaba fuerte y le decía que no me gustan los médicos.
—¿Qué es lo que ocurrió, luego? —le pedí
—Pues que conocí a mi profesor de botánica John Stevens Henslow, tan solo
trece años mayor que yo y nos hicimos buenos amigos. Los dos disfrutamos de
largas conversaciones.
— Mientras me instruía concienzudamente en geología, conocí a un esclavo
liberado que me enseñó el arte de la taxidermia.
—¡Puaj!, Padre, ¿no le dá asco disecar animales?
—Pues no, estaban ya muertos. Diseccionándolos aprendí mucha anatomía. Un día mi amigo John —prosiguió— me propuso que me enrolase en una expedición financiada por la Marina para
cartografiar rutas en las costas de Sudamérica. Y me uní como acompañante del
capitán Robert Fitz Roy.
Me
contó que al abuelo no le gustó la idea, sin embargo, el tío lo convenció de
que se lo permitiera y además le financió el viaje. Así que mi padre, con 22
años, se embarcó ilusionado, para recorrer mundo y conocer otras gentes. Pero
se mareaba en alta mar y vomitaba constantemente. En los cinco años que duró su
viaje, por suerte, estuvo relativamente poco navegando. Bajó mucho a tierra y
aprovechaba para hacer excursiones por el lugar.
—Recogía de todo, lo dibujaba, lo catalogaba y lo enviaba a Londres a mi
maestro y amigo John. Cogí miles de muestras y fósiles. ¡Para aburrir!
¡Toneladas de mierda! Se quejó un día el capitán Fitz Roy —dijo riendo a carcajadas
—¡Toneladas de mierda! —repetí
Nos
reímos a gusto un buen rato. Y de pronto se puso serio como si hubiera visto un
fantasma y me dijo:
—Annie, hay que hacerse siempre muchas preguntas, nunca hay que dar nada por
sabido, ¿de acuerdo? Yo, tu padre, no dejo de cuestionarme muchas cosas.
—Si, lo recordaré, no se apure —contesté—. Pero sigua, padre, sigua.
—El capitán Fitz Roy, con el que tuve que convivir esos cinco largos años,
era un creacionista y un esclavista. Creo que la autoridad que ejerció sobre mí
durante ese tiempo como capitán, hizo nacer en mí un fuerte escepticismo. Me
repugnaron muchas decisiones que le vi tomar.
—¿Que es un creacionista?
—Es el que supone que toda la naturaleza ha sido creada con un propósito por
su creador.
—¿Y no es así, padre?
—No lo sé. No podría demostrarlo, hija.
—No importa padre, sigua contando.
—Pues verás, me sabía inexperto en muchas materias, así que, a pesar de mis
continuos mareos en alta mar, me afané por anotar todo lo que veía, para poder
llevarlo a casa y valorarlo con ayuda de expertos. Todos los invertebrados
marinos que caían en mis manos los diseccionaba y los dibujaba.
—Esos dibujos tan bonitos que tiene usted en su despacho?
—Si, mi colección de plancton.
Sus ojos
brillaron como si los tuviera delante de sus narices.
Me explicó como
le fascinaron los bosques tropicales de Brasil. Y como le asqueò todo lo
referente a la esclavitud interesándose por los aspectos sociológicos. Le
sorprendió que hubiera nativos educados y amables, y nativos salvajes y
violentos. Lo achacó a la diferente cultura e instrucción, igual que un perro
salvaje o uno casero. Y empezó a preguntarse, si las personas éramos tan
distintas de los animales.
Le sedujo la
diversidad de la fauna y la flora en función de los distintos lugares. Y poco a
poco fue dándose cuenta de que la separación geográfica y las condiciones de
vida eran la causa de que los animales y las plantas variaran tanto unas de las
otras. Todas esas ideas provocaron en él la sospecha de cómo un proceso
natural podía sustituir a la idea preconcebida de que la especies eran estables
y sustituidas milagrosamente unas por otras.
—¿Fue una revelación, padre?
—No, cariño. Las ideas no surgen de repente como por arte de magia. Las
ideas se forjan a fuego lento. Necesitan tiempo, tesón, curiosidad, inquietud y
mucha instrucción, por eso insisto en que te apliques en la escuela,
Annie. A veces, se necesitan generaciones. Por ejemplo, yo ya había oído
hablar de evolución. Sin ir más lejos tu bisabuelo, en su libro, ya
hablaba de ello. También Lamarck pensó sobre el asunto. Se conocía que
las especies cambiaban, se transformaban, pero no se sabía cómo lo hacían. Yo
creo haber comprendido el cómo, a ese cómo, a ese mecanismo de la naturaleza le
he llamado selección natural.
—Explíqueme qué es eso de la selección natural
—Te cuento: Un interesante trabajo sobre la población de Malthus me hizo
reflexionar y ver que había que estar bien preparado para sobrevivir. Entre mis
observaciones y las ideas de Malthus, llegue a las conclusiones con las que
encabezo mi libro “El origen de las especies”, que dice así:
Como de cada
especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir, y cómo, en
consecuencia, hay una lucha por la vida que se repite frecuentemente, se sigue
que todo ser, si varía, por débilmente que sea, de algún modo provechoso para
él bajo las complejas y a veces variables condiciones de la vida, tendrá mayor
probabilidad de sobrevivir y, de ser así, será naturalmente seleccionado. Según
el poderoso principio de la herencia, toda variedad seleccionada tenderá a
propagar su nueva y modificada forma
Luego termino el libro diciendo:
Hay
grandeza en esta concepción según la cual la vida, con sus diferentes fuerzas,
ha sido alentada por el Creador en un reducido número de formas o en una sola,
y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la
gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un
principio tan sencillo, una infinidad de las formas más bellas y portentosas
Todo eso ha traído un gran revuelo hija mía. Me hubiera gustado poder
contarte la angustia que me supone tener que renunciar a todas las creencias y
tradiciones de mis venerables antepasados. Es muy duro cuestionarse
constantemente todos los cimientos en los que se ha construido nuestra cultura.
Pero las evidencias lo corroboran. Me moriré y no podré demostrarlo, pero no me
preocupa. Otros lo harán por mí. Tú, mi inteligente y alegre niña, lo habrías
hecho si la muerte no se te hubiera llevado antes de tiempo. Me gustan nuestras
conversaciones, Annie. No puedo dejar de hablarte desde que encontré tu diario
escondido bajo nuestro banco preferido del jardín a los dos meses de tu muerte.
Espero que no te importe que lo haya leído.
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