—¡Ann, muévete! Todavía nos queda un largo camino para llegar a Lomé —gritó
Margaret apoyada en el Land Rover deslucido por los años y la humedad del
trópico que les habían proporcionado en la central.
Ann se había sentado en un viejo
taburete de madera raído con la espalda recostada en la muralla de un patio
familiar. No se cansaba de contemplar el colorido y constante trajín de los petits
marchés africanos.
—¡Voy, Margaret! No hay
prisa.
Corría el año 1962. Margaret era
médico y Ann enfermera pediatra. Las había reclutado un equipo, del Cuerpo de
Paz de EEUU, para trabajar dos años en Togo.
—Ya tenemos todas las muestras
que precisamos. Te recuerdo qué nos esperan mañana en el laboratorio del Martin
Lutherking Hospital.
—Lo sé, lo sé. ¡Ven! Quiero que
observes algo, a ver si son solo fantasías mías.
Margaret se acercó a la muralla
arrastró un tronco de madera hasta colocarlo al lado de Ann y se sentó en él
con desgana.
—Bueno, tú dirás dónde he de
mirar —dijo.
—¿Has visto cuántos niños hay por
todas partes?
—Si, claro. Por eso, a África le
llaman el joven continente. Entre el 60 y el 70 por ciento de la población
tiene menos de 30 años —contestó con desdén.
—Me refiero a los bebés, a los
más pequeños.
—¿Y?
—Pues qué no lloran. En el año
qué llevamos aquí ¿has presenciado alguna rabieta?
Margaret se quedó callada.
Esperando a oír algún llanto agudo, desmontar así la teoría de Ann y retomar el
viaje. Casi todas las mujeres del mercado llevaban consigo a sus pequeños
colgando de la espalda, atados con grandes telas formando una especie de saco.
Y las que no, tenían a sus hijos jugando a sus pies mientras atendían a los
clientes de modestos tenderetes.
— Pues, en este momento no llora
ninguno y tampoco recuerdo haber oído llantos, es cierto— reconoció Margaret —,
pero seguro que berrean como cualquier bebé.
— No, llevo semanas observando y
no, no he oído ningún berrinche. Solo vi llorar a una pequeña que había caído
de bruces y sangraba por la nariz. Su madre intentaba limpiarle el rostro el
pastiche rojizo qué se había formado con la sangre, el barro y las lágrimas
—expuso Ann
— Y si es así, ¿cuál crees qué
puede ser el motivo? —preguntó Margaret con retintín.
— Pues, no lo sé con seguridad,
claro. Sin embargo, creo que ha de tener algo que ver con lo cerca que están de
su madre. Siempre, piel con piel. Reconfortados por el calor, el olor y los
latidos del corazón de su progenitora. Creo que se sienten protegidos —argumentó
Ann.
— Tal vez tengas razón.
Durante el viaje de regreso a Lomé, Ann y Margaret, se pasaron todo el tiempo argumentando en favor o en
contra de la teoría de Ann. Sin llegar a una conclusión definitiva, llegaron a
su destino y creyeron que se olvidarían del tema, pero no fue así.
Ann Moore regresó a EEUU desde Togo en 1964. Se casó con Mike, un apuesto
médico, y engendraron a la pequeña Mandela. Nombre como podréis suponer en
homenaje a Nelson Mandela. Mandi para la familia y amigos.
Cuando Ann estaba embarazada de
Mandi recordó el estilo de vida de las madres togolesas y la relación qué
mantenían con sus pequeños. Así qué se propuso tener el mismo nexo con su hija.
Reclutó a su madre, Lucy Aukerman, para que la ayudara a coser una bolsa de
tela y llevar a Mandi a sus espaldas cómo lo hacían las madres togolesas.
Fue todo un éxito entre vecinos y
amigos que deseaban llevar consigo a sus bebés y a la vez poder moverse con
libertad.
El invento tuvo tanto éxito qué
le dedicaron un reportaje en el Wall Street Journal. Ann Moore patentó su saco
en 1969 con el nombre de Snugli. Ella junto a su marido y su madre formaron una
empresa qué fue creciendo hasta que la vendieron en 1985 a Gerico.
El saco se fue transformando en
la mochila que vemos hoy por nuestras calles. Sacos con correas de los que
cuelgan regordetes, alegres y serenos bebés.
Con esta entrada participo como #polivulgador de @hypatiacafe sobre #PVdíainventor
Comentarios
Publicar un comentario