Audrey Hepburn transmite una levedad difícil de
describir y me gustan sus películas. Toda ella, esbelta, de movimientos
armónicos y ligeros, irradia glamur. Mujer de mirada melancólica y sonrisa de
trazos ingenuos. Hasta su extrema delgadez es atractiva a pesar de su origen:
desnutrición.
Ya
sabía que, en 1944 en plena ocupación nazi, Audrey vivía con su madre en
Arnhem, Holanda, cuando llegó el qué se ha venido a llamar el invierno del
hambre. En aquel año murieron alrededor de diez mil personas por falta de
alimentos. De los 9 a los 16 años Audrey sufrió desnutrición, llegando a comer
bulbos de tulipán y ortigas. Me impactó saber qué hubo días en los que solo
llenaba el estómago con agua para tener percepción de saciedad. Además, vivió
las atrocidades propias de la guerra que nunca pudo olvidar.
Lo qué no sabía es qué durante toda su vida, Audrey sufrió anemia,
trastornos alimentarios, problemas respiratorios y de adulta padeció depresión,
todo atribuible a la desnutrición severa qué sufrió de niña.
En
el pleistoceno, cuando yo iba al colegio, mi profesora nos explicaba la
evolución de las especies contándonos como ejemplo el porqué los cuellos de las
jirafas eran tan largos. Nos argumentaba que era de tanto esforzarse en llegar
a las hojas de las ramas más altas de los árboles, donde no podían acceder los
herbívoros de menor tamaño qué arrasaban con todo. Mí profesora estaba
confundiendo el lamarckismo (Jean-Baptiste Lamarck)
con el darwinismo (Charles Darwin) que propone
la selección natural como motor evolutivo.
El
lamarckismo quedó obsoleto debido a las fuertes evidencias de la poderosa
herramienta de la selección natural de Darwin. Lamarck no tenía ninguna prueba
que demostrara que el esfuerzo de alargar el cuello una y otra vez pudiera
pasar a los descendientes a través de la herencia.
Sin
embargo, parece que la teoría de Jean-Baptiste Lamarck ha renacido gracias a la
epigenética.
Hace unos
años estuve en una conferencia en la que el orador nos contó su propia
experiencia como ejemplo de epigenética.
Por
lo visto, en su juventud decidió hacerse vegano y lo practicó durante años.
Luego, cambió de parecer por algún motivo que no recuerdo y decidió volver a
comer carne en poca cantidad. Pero las células de su metabolismo se habían
alterado. Su ADN no había cambiado, pero las órdenes que daba a su sistema
digestivo habían sido modificadas. Las mismas células que de niño podían
digerir la carne habían dejado de hacerlo. El ambiente las había modificado
directamente.
Muchos
de los supervivientes de campos de concentración, la desgarradora experiencia
los marcó de por vida. Volvieron con problemas de salud y menor esperanza de
vida. Este impacto no solo lo sufrieron en primera persona, sino que los
efectos se extendieron a sus hijos y a sus nietos por línea paterna. Remarco;
los efectos, ¡llegan a la tercera generación!
Los
cambios que activan o inactivan los genes sin cambiar la secuencia del ADN modifican
el riesgo de enfermedades y a veces pasan de padres a hijos.
Por
todo ello, los genetistas han hallado evidencias de que, en situaciones de
estrés, como la desnutrición que sufrió Audrey o los supervivientes de conflictos
bélicos, provocan cambios en las células y les confiere una memoria responsable
de que las alteraciones se mantengan hasta la tercera generación. Jean-Baptiste
Lamarck, tal vez, haya renacido.
Con este microrrelato
participo en las iniciativas de Café Hypatia con #PVenero23 y la de
Divagacionistas con #relatosRenacimientos
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