Me tenía acostumbrada a no descolgar el teléfono. Pero esta vez llevaba quince días desconectado o fuera de cobertura. Empecé a preocuparme y volví a presionar el telefonillo verde de mi móvil, pero nada. Me puse el abrigo y salí en dirección a su casa.
Toque el timbre y abrí la puerta con la llave que se resignó a darme después de mucho insistir. La casa estaba fría. Olía a agrio y a caca de gato. No pude evitar una arcada de asco. No me gustan los gatos, ni la suciedad.
− ¡Tía Luisa!− la llamé, mientras entraba haciendo ruido para no asustarla.
La encontré tirada durmiendo en el sofá rodeada de latas de cerveza y con la bata abierta dejando sus muslos al descubierto. A pesar de la indecorosa escena afloraba belleza de su cuerpo dolorido de tanto vivir.
− ¡Luisa...!, ¡tía…!, despierta vas a resfriarte. No has encendido la calefacción y hace un frío de muerte esta semana.
− No importa – contestó, mientras hacía un esfuerzo para incorporarse cubriéndose las piernas con tardío pudor.
−Pues a mí me importa, y no me gustaría que te resfriaras−, le digo mientras le beso en la frente.
− ¿Qué haces aquí? –. Me increpó como ofendida.
− No descuelgas el teléfono. ¿Dónde tienes el móvil? ¿Lo cargas de vez en cuando?
− No vendrás con sermones como tú madre ¿eh? Que si estoy atontada; que mira que pinta que tengo; que no puedes seguir así; que me he de cuidar; que no tengo fuerza de voluntad; que lo que hay que tener son un par de ovarios en su sitio. ¡No quiero escucharos más, vale!
− Solo he venido a verte nada más tía- le dije.
− Vete Montse no haces nada aquí y tú tienes mucho trabajo. ¿Qué van a pensar si llegas tarde?
− En el trabajo me han dado un día entero para estar contigo-, le dije mintiendo con la intención de llamar al despacho cuando tuviera ocasión – así que hoy no te libras de mí.
El maldito gato no dejaba de maullar y de refregarse contra mis piernas. Deduje que no le había dado de comer. Fui a la cocina y busqué entre cajones y armarios llenos de vacuidad. No encontré dada para comer, ni para gatos, ni para humanos. Me dije que subsistía a base de cerveza. El teléfono lo encontré en el recibidor junto al cargador y lo enchufé a la red.
− Me voy a comprar algo para el almuerzo y para el gato, ahora vuelvo. Mientras lávate ¿quieres?, ¡hueles fatal! Voy a cocinar para ti un plato que aprendí el otro día. Es una receta sorpresa con la que vas a chuparte los dedos.
− No es necesario no tengo hambre. Y no hay que ducharse tan a menudo. Dicen que tanta higiene no es bueno para la piel, provoca alergias.
− No empecemos con excusas, a mí no me engañas. No tienes nada de tonta y sé que no te crees esas cosas al pie de la letra. No te pido que uses un estropajo y te levantes la piel, ¿eh? Lo dicho, cuando vuelva te quiero oliendo a rosas ¿vale? –. Me mira de reojo y no dice nada.
Cuando regreso cargada con la comida y enseres de limpieza me la encuentro sentada en el inodoro, vestida y llorando.
− ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no entraste en la ducha?
− No puedo, no quiero, me da igual oler a mierda. Nadie ni nada me conecta con la vida, con el placer de vivir. Ya no entiendo el mundo que me rodea. Nada tiene sentido. Nada tiene ya importancia.
Su llanto me desgarra por dentro y también a mí me sube por el lagrimal agua salada que reprimo. La abrazo fuerte para aplacar su lamento y el mío.
− No comprendes, no es que no quiera ducharme es que no puedo, no sé cómo hacerlo fácil. Todo me representa un esfuerzo tremendo imposible de asumir. Nunca supuse que me vería en esta situación, no creí que pudiera pasarme a mí. Amaba la vida con desmedida pasión. Me sobraban los motivos para levantarme de cualquier traspiés. Y ahora mírame. --siguió--. No imaginé que fuera tan grande el agujero y tan fácil caer en él. No es suficiente estar en forma te precipitas igual. Para salir hace falta una buena cuerda que te sujete y trepar por sus paredes resbaladizas. Y estoy ciega Montse, no sé dónde buscar la cuerda…
Era la primera vez que la veía pedir ayuda. Hasta entonces sólo habían sido gruñidos y desplantes. A pesar de la angustia que sentía me alegré.
− Tía, ¿por qué no vamos al museo de la ciencia? ¿Recuerdas cuando me llevabas?, nos lo pasábamos en grande.
− Claro que lo recuerdo−dijo, secándose la cara mojada con la manga de la bata, e intentando regalar una sonrisa.
− Nos gustaba mirar el cielo −seguí−, leíamos algún libro que nos hablara de los misterios del universo, y luego lo comentábamos fantaseando bajo las estrellas. Lo echo en falta, te echo en falta tía.
− No, hoy no es un buen día para ir al museo – indicó con expresión triste −. No te prometo nada Montse, pero de momento volveré a tomar la medicación e intentaré ducharme cada día.
− Vale, hoy déjate cuidar. Haré una limpieza general de la casa para que no parezca una pocilga y cocinaré para ti. Tu trabajo solo será ducharte. ¿Qué me dices?
Así lo hicimos y me pareció entrever en algún momento otra vez ese destello, en los ojos, que tanto la embellece. Ese aliento que nos hace levantarnos cada día y seguir con nuestra vida. Salí de su casa convencida de que iría recuperando las ganas de vivir. Desde que mi tío murió después de una larga enfermedad, Luisa había caído en el pozo negro de la tristeza al que llaman depresión.
Este relato participa el siete de abril en la convocatoria de @NextDoorPublish , @noalestigma y @Ununcuadio para hablar sobre #LaDepresión
Este relato participa el siete de abril en la convocatoria de @NextDoorPublish , @noalestigma y @Ununcuadio para hablar sobre #LaDepresión
Muy bueno. Desgarrador. Te pone en la piel de ambos personajes y eso no es fácil de conseguir. Enhorabuena
ResponderEliminarMuchas gracias!!
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