Kogi abrió los ojos sin saber quién era ni dónde estaba.
Oscuridad, olor a humedad y a algo dulzón. La confusión la atemorizó. Alzó
la vista. Solo pudo ver un trozo de cielo azul amenazado por nubarrones.
Recordaba… Había caído por un socavón del terreno que permanecía cubierto por maleza mientras corría detrás del uapití. No era demasiado profundo, así que solo había que trepar unos metros. Al intentar incorporarse la atravesó un dolor que la obligó a doblarse hacia delante.
Cuando llegó al suelo,
al caer se había clavado su propio arco en un costado del abdomen.
Instintivamente se lo extrajo con rapidez lanzando un grito estremecedor.
Había que taponar la
herida. La vendó con tiras de cuero que fue arrancando de su atuendo.
Contó hasta tres e
intentó ponerse de pie. Imposible. Definitivamente era inviable levantarse y trepar.
No muy lejos, se
oyeron los chillidos de júbilo de Dunkele. Kogi dedujo que el enorme uapití
al que perseguían se había rendido. Kogi, se tranquilizó al pensar que Dunkele
no estaba muy lejos y cuando se diera cuenta de que tardaba demasiado la
buscaría.
Kogi alzó otra vez la
mirada a la entrada del agujero esperando ver asomarse a Dunkele. Intentó
respirar despacio y esperó. Al instante, la poseyó un tremendo cansancio y
cerró los ojos.
A pocos metros,
Dunkele daba las gracias al espíritu del uapití y lo abrió para
eviscerar. Mientras estaba en ello, se preguntaba dónde estaría Kogi.
No podía dejar el
cuerpo del cérvido a merced de las bestias. Así que lo descuartizó, cargó a sus
espaldas las mejores piezas de carne y se dió una larga caminata buscando a
Kogi.
Al no encontrarla, fue
a por ayuda al campamento de verano que habían montado la semana anterior al
llegar al valle.
Al rato, volvió al
lugar acompañada. El resto del uapití era ya un festín para
un viejo y cansado yaguareté.
La
buscaron durante horas, hasta encontrar una de sus personales puntas de flecha
al borde de la grieta de la montaña dónde había caído. Allí la encontraron
desvanecida sobre un charco de sangre.
La
sacaron del agujero con cuerdas y una camilla improvisada, la atendieron y la
llevaron al campamento. Pero todos los cuidados fueron inútiles, al cabo de dos
días dejó de respirar.
La
enterraron junto a un cazador que había muerto en un accidente de caza el mismo
día. Como era costumbre los colocaron junto a los objetos que los acompañaron
en vida. En el caso de Kogi, fueron sus arcos, flechas, puntas, cuchillos de
destripar…, todas las herramientas necesarias para la caza mayor.
El
alma de Kogi recibió todos los honores de gran cazadora.
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Kogi es
real, solo inventé su nombre y el motivo de su muerte que se desconoce. Su
hallazgo abrió una nueva mirada sobre nuestra prehistoria.
Siempre
había leído que la división del trabajo entre hombres y mujeres venía de
muy lejos. Los hombres cazaban y las mujeres recolectaban a la par que
cuidaban de niños y enfermos. Me lo creí. Por supuesto pensaba que ya era hora
de modificar ese sinsentido, pero no dudé en que debía haber sido así en su
origen. Os cuento la historia del hallazgo de Kogi.
En el 2018 un equipo de arqueólogos halló,
en un yacimiento llamado Wilamaya Patjxa en las tierras altas de Perú, los
restos de dos cazadores de aproximadamente 9000 años de antigüedad.
Al analizar la estructura ósea, bastante
degradada, dedujeron que uno de ellos podría ser mujer. Cosa que se pudo
verificar al poder extraer los péptidos dentales y así confirmar que eran una
mujer joven de 17 a 19 años y un hombre de 25 a 30 años.
Entonces vinieron las necesarias dudas y la
imaginación se puso en marcha con estimulantes preguntas. ¿Una mujer cazadora?
¿Es creíble que cazaran pequeños animales, pero caza mayor? ¿Kogi era una
excepción o era posible que las mujeres también participaban en las grandes
cacerías?
Entonces se revisaron los restos de 429
personas enterradas en 107 yacimientos, de entre el Pleistoceno tardío y el
Holoceno, para determinar si Kogi fue solo una rareza.
En ellos se hallaron 27 individuos
enterrados con herramientas de caza mayor, 16 eran hombres y 11 mujeres. Se
concluye que el 30% y el 50% de mujeres cazaban grandes animales.
Randall Haas, autor principal del trabajo
dice: “Entre los cazadores recolectores históricos y contemporáneos, casi
siempre se ha pensado que los hombres son los cazadores y las mujeres las
recolectoras. Debido a esto, y probablemente a suposiciones sexistas sobre la
división del trabajo en la sociedad occidental, los hallazgos arqueológicos de
mujeres con herramientas de caza simplemente no se contemplaban por no
ajustarse a las cosmovisiones predominantes. Se necesitó un caso sólido para
ayudarnos a reconocer que el patrón arqueológico indicaba un comportamiento
real como cazadoras a las mujeres”.
"Nuestros
hallazgos me han hecho reflexionar sobre la estructura organizativa más básica
de los antiguos grupos de cazadores recolectores y, en general, sobre grupos
humanos”, concluye Haas
Con este relato participo como #polivulgador de @hypatiacafe
sobre #PVmiradas
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