Observé con detenimiento
la fotografía del periódico. En ella estaba Maryam de rodillas, en el suelo,
haciendo dibujos extraños sobre un papel que iba desenrollando como un
cucurucho. Podría ser una bobina de papel de embalaje si no fuera porque era
blanco y con líneas verdes. Me pregunté qué estaría haciendo. Esos dibujos me recordaron el día en que Maryam pidió verme
en mi despacho y tomé una de las mejores decisiones de mi vida como
directora del colegio. Habían transcurrido más de 30 años.
Ese día, a pesar de ser ya una mujer, se la veía pequeñita sentada en el sillón de la
sala de espera. Toda ella era menuda que no frágil. Le pedí disculpas. No me
había olvidado de nuestra cita —le dije—. Me retrasó el desordenado tráfico de
Teherán. Pero Maryam llevaba más de una hora esperando y la tensión se reflejaba en su joven rostro.
Maryam
se levantó y me siguió al despacho sin esperar mi consentimiento. No me importó.
Mientras dejaba mi bolso encima la mesa ella ya se había sentado en una de las
sillas. Se acomodó en la punta para llegar con los pies al suelo. Piernas
juntas y espalda recta. La shayla se deslizaba por sus hombros sin un pliegue fuera
de lugar.
Sostenía
sobre sus muslos una gruesa carpeta azul que sujetaba con las dos manos. Lo
hacía con tal fuerza que pensé que estaría arrugando los documentos de su interior.
Sabía
que Maryam era una ávida lectora y que deseaba ser escritora. Se le daba bien urdir
argumentos y plasmarlos en papel. Supuse que me traía algún manuscrito para que
se lo revisara. Pero me equivocaba.
—Bueno,
tú dirás Maryam —dije. Me recosté en el respaldo de la silla giratoria y le alargué
la mano.
—Si
me lo permite, señora directora, querría pedirle algo —dijo impasible.
—Dime.
Veré lo que puedo hacer.
—No
obtengo buenas notas en matemáticas. La profesora de segundo curso nos dijo un
día en clase que nunca llegaríamos a entender las matemáticas como lo hace un
chico. Me lo creí y nunca les di una la oportunidad a los números.
—Y
ahora, ¿ya no lo crees?
—No,
tengo una pequeña prueba de ello —y entonces me acercó los documentos.
Al
moverse pude oír el tintineo de una pulsera de plata en su muñeca derecha. De
ella colgaban letras y números chocando entre sí.
—Si
deseas clases de refuerzo puedo buscarte a alguien. Eso no sería problema —dije
sin haber abierto la carpeta.
—No
es exactamente eso —me interrumpió—. Roya Beheshti y yo queremos recibir clases
de matemáticas como la de los chicos —soltó sin pestañear.
Pensé
que era una petición extraña. Ella seguía mirándome de frente. Me pareció ver dibujaba
una sutil sonrisa en sus labios. Había percibido mi confusión pero no
esperó a que me recuperara.
—Un
día Roya trajo estos ejercicios para el concurso internacional de
informática y me pidió que los resolviéramos juntas. A ella siempre le chiflaron los números Era un reto comprobar hasta dónde éramos capaces de llegar —dijo mientras yo abría la carpeta—. Juzgue usted misma señora directora —puntualizó señalando los documentos.
informática y me pidió que los resolviéramos juntas. A ella siempre le chiflaron los números Era un reto comprobar hasta dónde éramos capaces de llegar —dijo mientras yo abría la carpeta—. Juzgue usted misma señora directora —puntualizó señalando los documentos.
Todavía
asombrada me limité a escuchar lo que tenía que decir.
—Me
tomé los algoritmos a resolver como si fueran el argumento de una novela. Con su
conflicto, sus giros y que había que llegar a una resolución.
Me
dijo que le pareció divertido, un juego. Como resolver un rompecabezas o descubrir
la conexión de los puntos sueltos en un caso de detectives.
Comprendí
que no podía negarme cuando vi como sus ojos azules se llenaban de ese brillo
que dibuja la pasión. Esa pasión del que siente curiosidad por saber. Por descubrir. Conocía a la perfección ese sentimiento.
Siempre había luchado para que mis chicas tuvieran, a pesar del contexto y las circunstancias
de nuestro país, las mismas oportunidades que los chicos. Si Roya y Maryam
tenían que ser las primeras en recibir clases de matemáticas avanzadas, lo
serían.
Contacté
con el rector, le expuse el caso y le entregué los excelentes resultados del concurso de informática. Le argumenté que Irán necesitaba tanto hombres
como mujeres de ciencia para progresar humana y económicamente. La fuerte
reticencia del tozudo profesor se desvaneció ante la evidente capacidad para
los números de Maryam. Y accedió a que asistieran, las dos, a las clases de
matemáticas en la universidad.
Pasados
30 años de aquel día en mi despacho, Maryam salió en televisión y en todos los
periódicos del país. La vi por primera vez sin la tradicional shayla. Me sorprendió su
corto y delicado cabello, y me pregunté si sería a consecuencia de la
enfermedad. De pronto mi garganta se obstruyó hasta que rompí a llorar. Lloré la muerte prematura de esa chica menuda
que un día se presentó en mi despacho pidiendo estudiar matemáticas. Una chica
a la que le gustaba competir. Que de niña soñaba con ser escritora, pero
acabó enamorándose de los números. Esa chica que
llegó a ser la primera mujer en ganar la medalla Fields, considerada el Nobel de las matemáticas.
Entonces
entendí lo que hacía en la fotografía arrodillada en el suelo. Se
comunicaba con la naturaleza en su propio idioma, las matemáticas. Investigaba
los secretos del universo como lo haría una detective en una novela; colgando
en la pared las fotografías de los implicados en el caso y uniéndolos con
flechas a medida que se iban descubriendo sus conexiones.
Este cuento participa en la iniciativa de @hypatiacafe con el tema #PVmatemáticas. Está inspirado en Maryam Mirzakhani (ayer 14 de julio hizo un año de su muerte)
Este cuento participa en la iniciativa de @hypatiacafe con el tema #PVmatemáticas. Está inspirado en Maryam Mirzakhani (ayer 14 de julio hizo un año de su muerte)
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